Su sola presencia es esperanza
Sí, me estoy refiriendo al Papa Francisco. Lo esperamos en Bangui, la capital de Centroáfrica, el domingo 29 de noviembre. Una multitud inmensa tendrá los ojos fijos en aquel religioso de sotana blanca que aparecerá por la puerta del avión sobre las 10 de la mañana
Mirando a Francisco entre la multitud estará Leopoldina, llegada desde Bangassou para verlo, 750 kilómetros, vestida de punta en blanco. Con 37 años, tiene dos hijos y un divorcio que le acarreó una depresión enorme. Hasta tuvo que ir a un curandero muy famoso y de precio asequible. Leopoldina es parte de las 44 personas que componen la delegación de la diócesis de Bangassou. Bajarán en un camión. Dentro de la caja se pondrán también algunas sillas para que las diez monjas se sienten y los 15 curas no se bamboleen hasta la extenuación. Los demás irán a pie, en simbiosis con el traqueteo, o sentados en el suelo. 750 kilómetros hasta Bangui. Mínimo tres días de viaje si nada se complica: ya sean los rebeldes armados de una de las 20 barreras por atravesar, o un disco de embrague rallado, o un socavón de órdago que puede engullir el camión en el barro hasta los faros, o simplemente pinchazos a repetición en medio de la selva. El lunes 23 empezará el viaje a las cuatro de la mañana. Solo hay 200 kilómetros de asfalto; el resto es barro y tierra batida. En Bambari, a mitad del camino, se subirá la delegación de aquella diócesis, un ciudad fantasma donde las personas están viviendo un calvario, cruce de caminos de todos los grupos violentos. A mí, mi vicario general me prohíbe subir al camión a causa de mis tres infartos y nueve muelles en el corazón. Iré en avioneta. Iremos hacia Francisco dando tumbos, pero con alegría.
Leopoldina tiene miedo del viaje
Todavía en Bangassou, veo que Leopoldina está como un flan. Tiene miedo del viaje porque, en estos últimos días, miserables terroristas han disparado a varios camiones y robado lo que han querido. Mucha gente ha perdido lo que trasportaba. Tiene miedo porque Bangui es un avispero. Pueden lanzar una granada contra la multitud, como hicieron el 4 de noviembre en una concentración de universitarios. No explotó esa vez. Era de fabricación china. Pero quien sabe qué pasará la próxima. Leopoldina cree que, con tan solo ver al Papa, se curará de sus miserias, de la triste vida que le ha tocado vivir. Eso es lo que ella cree y con fe lo defiende.
Llevamos una semana todos juntos preparando el viaje. Estamos con la oración del peregrino ruso, la de la frase dicha con las cuentas del rosario. La recitamos lentamente, sinceramente, atentamente, con amor, y cosechando siempre paz interior. Todo para que el miedo no sea más fuerte que nuestra esperanza. La ilusión revolotea en el aire. Pero también un temeroso respeto, porque la capital vive desde hace meses una espiral de violencia que 12.000 cascos azules y 900 soldados franceses de la Sangaris no han sido capaces de frenar. Centroáfrica se ha descompuesto en tres años. Líneas rojas han aparecido por todas partes dividiendo a musulmanes y no musulmanes, fragmentando la capital. Hay como una epidemia de violencia que no para, que crea una sociedad con olor a podrido y tensa como la cuerda de una guitarra cordobesa. La visita del Papa Francisco se vive contrarreloj, para ver si la lista de asesinatos sube de los 120 muertos y 300 heridos que llevamos en semanas o se para por la fuerza de su llegada.
Centroáfrica sufrió un divorcio
El Papa Francisco vendrá hacia nosotros hablando de paz y reconciliación. Centroáfrica es como Leopoldina: un divorcio entre musulmanes y no musulmanes desde hace tres años. Además, ha sido un divorcio violentísimo, con centenares de muertos de un lado y de otro. Y unas secuelas, como una gangrena de violencia, que nos han hundido en la desolación y el desconsuelo.
Vivimos en un laberinto desde hace tres años. Aún no hemos encontrado la puerta para salir. Ojalá que el Papa nos enseñe otra salida, quizá por arriba, como dice el poeta argentino Marechal: «De todo laberinto se sale desde arriba». Ojalá que Francisco nos ayude a ponernos en el escalón necesario para encontrar la salida desde arriba, un nuevo itinerario que nos saque de la violencia infernal. O simplemente nos abra la puerta del Jubileo de la Misericordia en la catedral de la Inmaculada de Bangui para que, pasando por ella, Jesús nos recoja, cual Buen Samaritano, nos cure y nos lleve a la posada de la reconciliación.
¡Segunda parte, al final de la visita!