Si conocieras mi historia, ¿me recomendarías abortar?
Vanesa tiene 32 años y una hija de 12. Al quedarse embarazada, su empresa la despide y su novio la deja. En un centro de planificación familiar le dicen que tiene ansiedad y depresión, y le dan cita para abortar. Ella acude. Se tumba en el potro. Y algo pasa. Su historia, y la de otras 14 mujeres, se recoge en Secretos (ed. Edibesa) y desmonta el tópico de que «siempre hay excepciones». Una pregunta late de fondo: en casos límite, ¿cree que es mejor abortar?
Estefanía: 16 años, hija de padres separados. Vive con su madre y otras 8 personas en paro. Se queda embarazada y su padre la presiona para que aborte bajo amenaza de retirarle la pensión a su madre. Margarita: 34 años, casada y con un hijo de 6 meses. Los médicos detectan que en su segundo embarazo (imprevisto) «el niño viene mal». Los servicios sociales le ofrecen todo tipo de ayudas para abortar, pero ninguna se decide a seguir adelante. Jessica: 15 años, ni estudia ni trabaja y vive en un piso okupa con su novio de 21. Ella se queda embarazada dos días antes de que el chico entre en prisión. Mabel: 44 años, psicóloga, casada y con 7 hijos. Su octavo embarazo es considerado de alto riesgo por malformaciones del feto incompatibles con la vida; los médicos le recomiendan un sinfín de veces que aborte, con presiones de todo tipo…
Casos únicos, una única respuesta
Éstas son cuatro de las 15 historias reales que cuenta el libro Secretos. 15 mujeres se confiesan (ed. Edibesa), del periodista Juan José Montes González. En todos los casos, late la misma e incómoda pregunta al lector: ante una situación límite como la que se narra, ¿recomendaría el aborto, pensando que es lo mejor para la madre? ¿Es el aborto una situación humanitaria en según qué casos? ¿Puede haber excepciones en la defensa de la vida del bebé?
A pesar de que cada caso es único y extraordinario, cada una de estas 15 historias, dramáticas pero reales como la vida misma (en ocasiones, parecen calcadas a los supuestos que suelen plantear quienes buscan excusas que justifiquen el aborto), demuestra que sólo hay una respuesta única y común si se quiere que la historia acabe con final feliz.
O abortaba, o me despedían
La de Vanesa es un buen botón de muestra. A sus 32 años, esta extremeña disfrutaba de un buen puesto como directora comercial en una empresa de seguros. Vivía con su hija de 12 años y con el hombre que desde hacía dos era su novio. Fue entonces cuando se quedó embarazada.
Al comunicarlo a su empresa, la dirección no se anduvo con rodeos: «Me dieron a elegir: o abortaba, o me echaban. No me lo insinuaron, sino que me lo dijeron abiertamente y con toda tranquilidad. Me quedé sin palabras». Aunque aquello era ilegal, dudó en denunciarlo, pues si lo hacía no podría cobrar el desempleo hasta que se dictase una sentencia (de hecho, Vanesa llevó a la empresa a juicio y aún no ha percibido un céntimo porque no se ha resuelto el caso). Como se negó a abortar, la empresa cumplió su amenaza.
Lo peor estaba por llegar. Ante la nueva situación, y con el embarazo ya en el cuarto mes de gestación, su novio (y padre de la criatura) la abandonó por quedarse encinta y no querer deshacerse del bebé.
De la noche a la mañana, Vanesa se vio sola, sin familia, sin trabajo, abandonada por su pareja, con una hija de 12 años a la que mantener y un embarazo de cuatro meses que sólo le había traído complicaciones. Desorientada, «fui a un centro de planificación familiar pensando que me podrían ayudar. Pero lo único que me ofrecieron fue abortar. Una mujer me hizo una ecografía (que me dijo que no mirara), y me dio cita para que abortase la semana siguiente en una clínica. Me dijeron que tenía ansiedad y depresión y que lo mejor era abortar. Era por la Seguridad Social, que en lugar de ayudar a los niños, paga abortos y ayuda a que se pierdan vidas».
En los pocos días que tenía de margen, buscó por Internet alguien que pudiese ayudarla. Encontró el contacto de RedMadre y Pro-vida, llamó y le ofrecieron ayuda. Sin embargo, «casi no tenía tiempo. Estaba destrozada. No quería abortar porque sabía que era una vida, pero es penoso pedir ayuda y que te den un papel para abortar».
Desnuda en el potro
Las presiones externas e internas pesaban demasiado en la balanza y Vanesa acudió al abortorio. «Cuando entré, me dieron un número, como en una carnicería. Tengo bronquitis asmática y quise hablar con el doctor sobre la sedación, pero no me dejaron. Me pasaron a una psicóloga o trabajadora social, que me dijo: Esto no es nada, todavía no tiene vida [aunque estaba de cuatro meses]. Todas las chicas estaban calladas, con la cabeza baja. Parecía un velatorio. Yo decía: ¿Qué es esto, Dios mío?» Entre las 20 mujeres que había junto a ella, había una joven de 18 años embarazada de cinco meses. Por fin, le tocó su turno. Se desnudó, subió al potro y se tumbó. «Empecé a hacer preguntas y sólo me decían que me relajara. Pregunté por la sedación y que a dónde iba a ir el bebé, y me dijeron que no me preocupara por eso. Entonces me levanté del potro y dije: ¡No me toque! El médico le dijo al anestesista: ¡Ponle la mascarilla! Yo le grité que no me la pusiera, y cuando lo hizo, la tiré y me arranqué la vía. El médico me gritó: ¡Cuando vengas otro día, no te lo voy a hacer!» Vanesa salió del abortorio desnuda, envuelta en una sábana y gritando: ¡Asesinos!
Poco después llamó a RedMadre y a Pro-vida, donde la ayudaron en su embarazo y, ahora, con la crianza de sus hijas. Por eso, Vanesa lanza un mensaje a quien se vea en su situación: «No son ciertos los nubarrones que te pinta la gente de que estarás sola con tu bebé. Cuando vi la cara de María, mi chiquitina, mi vida comenzó de nuevo. No tengo riquezas, pero sí a mis dos hijas y a gente que me ayuda. Y estoy feliz».