Madre Teresa, dos palabras, todo un mundo de fe, de bondad, de entrega infinita, de disponibilidad fecunda y callada. Vida de sueños cumplidos, de generosidad doliente, de amor sin límites.
Atrás dejaste tu juventud y tus seres queridos para desgastar tu vida muy lejos de tu Albania natal, amándoles con más intensidad en los que no conocías, en los que no tenían nada ni a nadie y morían sin una mano tendida en las calles malolientes de Calcuta, esa ciudad remota que anudaste como la hiedra a tu corazón y a tu nombre ya santificado.
Fuiste maestra de alumnas ricas y condujiste sus pasos hacia los pobres, hacia los más pobres entre los pobres. Enhebraste su corazón al de los intocables, a los que vagaban sin rumbo, a los que para el mundo no eran nada ni nadie. Desgastaste tus sencillas alpargatas y tu inconfundible sari blanquiazul caminando por el lodo miserable de un mundo injusto y engreído que da la espalda a la muerte y a los que viven sin techo y sin vida. Predicaste con el ejemplo, acariciaste penas, espoleaste conciencias y la huella de tus pasos horadó el fango sembrando solidaridad y amor.
No nacieron hijos de tu vientre, pero el mundo entero te llama Madre: Madre de los más pobres entre los pobres, de los que no tienen cuna ni ataúd, de los niños abandonados a los que diste otros padres, de los no nacidos por los que siempre luchaste.
Madre de los miles de colaboradores que hacen suyo tu mensaje, que reciben mucho más de lo que dan, que a la vera de tus hijas se inmunizan de la pereza, el desencanto y la avaricia, que aprenden que generosidad no es dar lo que te sobra sino darse uno mismo y que la verdadera alegría mana en nuestro interior.
Madre de tus hijas, de las miles de Misioneras de la Caridad que pueblan el mundo y nacieron de la palma de tu mano donde el Señor -al que amaste desde la certidumbre y desde la duda, con denuedo y sin fuerzas, en el amanecer y la noche oscura- dejó caer el polvo de estrellas de una obra que tú hiciste, de su mano, fecunda e inmortal.
Y a ti, que curaste las heridas de la muerte y de la vida a medio mundo, te negaron cuidar a tu propia madre. ¡Qué sinrazón que, acunando tantas muertes, te prohibieran velar la suya! Donación de lo más querido, de lo más amado, también fue tu vida. Pasos perdidos para los tuyos y bienhallados para la Humanidad sufriente a la que amaste como Madre sin igual hasta el final.
Belén Yuste / Sonnia L. Rivas-Caballero