Recuperado artículo de Chesterton sobre nuestras raíces cristianas. Europa se forjó en los Concilios - Alfa y Omega

Recuperado artículo de Chesterton sobre nuestras raíces cristianas. Europa se forjó en los Concilios

Chesterton colaboró en varias revistas italianas, como La Ronda, L’Italia Letteraria, L’Illustrazione Toscana o Il Frontespizio. En esta última, revista mensual florentina, el autor de El padre Brown publicó, en 1932, este artículo que acaba de rescatar del olvido el diario Avvenire: Capelli spaccati in quattro (Cabellos cortados en cuatro). Más que de los grandes Tratados internacionales —argumenta—, Europa es fruto de los Concilios

Colaborador
Sesión del Concilio de Trento, pitura de Elia Naurizio. Museo Diocesano Trentino.

Las discusiones teológicas son sutiles, pero no débiles. Dentro de toda la confusión de la falta de pensamiento que quiera parecer como pensamiento moderno, nada hay tan estupendamente estúpido como el dicho común: La religión no puede depender jamás de minuciosas disputas doctrinales. Sería lo mismo que afirmar que la vida humana no puede depender jamás de minuciosas disputas sobre Medicina. El hombre que se complace diciendo: «No queremos teólogos que corten cabellos en cuatro», podría ser de la opinión de añadir: «Y no queremos cirujanos que dividan filamentos en otros todavía más delgados». Es un hecho que muchos individuos hoy habrían muerto si sus médicos no se hubieran detenido en los mínimos matices de la propia ciencia; y, de igual manera, es un hecho que la civilización europea hoy habría muerto si sus doctores en Teología no hubieran argumentado sobre las más sutiles distinciones doctrinales. Nadie escribirá jamás una historia de Europa mínimamente lógica hasta que no reconozca el valor de los Concilios, de la Iglesia, de todas las vastas y competentes colaboraciones cuya finalidad fue investigar miles y miles de pensamientos diversos para acabar encontrando el pensamiento único de la Iglesia. Los grandes Concilios religiosos son de una importancia práctica superior con mucho a la de los Tratados internacionales, eje sobre el que se tiene la costumbre de hacer girar los acontecimientos y las tendencias de los pueblos.

Nuestros asuntos de ahora mismo están efectivamente mucho más influenciados por Nicea y Éfeso, por Trento y Basilea, que por Utrecht, Amiens o Versalles. En casi todos los casos, vemos que la paz política tuvo como base un compromiso, mientras que la paz religiosa, en cambio, se fundaba en una distinción. Ciertamente, no fue un compromiso decir que Jesucristo era verdadero Dios y verdadero hombre, como fue un compromiso la decisión de que Dánzig sería en parte polaca y en parte alemana: era más bien la declaración de un principio cuya perfecta plenitud lo distinguía tanto de la teoría arriana como de la monofisita. Y este principio ha influido, y sigue influyendo, sobre la mentalidad de los europeos, desde los almirantes a los tenderos que, aunque sea vagamente, piensan en Cristo como en alguien a la vez divino y humano. Mientras, preguntar a la frutera cuáles han sido para ella las consecuencias prácticas del Tratado de Utrecht sería todo menos fructífero. Toda nuestra civilización proviene de aquellas viejas decisiones morales que muchos creen insignificantes. El día en que fueron resueltas ciertas discusiones metafísicas sobre el destino o sobre la libertad, fue decidido también si Austria debía parecerse o no a Arabia, o si viajar a España tendría que ser lo mismo que viajar a Marruecos.

Foto de G. K. Chesterton.

De las distinciones más sutiles, los cristianos más corrientes

Cuando los dogmáticos hicieron una sutil distinción entre el respeto debido al matrimonio y el debido a la virginidad, imprimieron la civilización de un continente entero con un sello que no todos respetan, pero que todos reconocen, incluso cuando lo ultrajan. Del mismo modo, cuando se estableció la diferencia entre el préstamo legal y la usura, nació una verdadera y propia conciencia humana histórica, que incluso en el espectacular triunfo de la usura, en la edad materialista, no se ha podido destruir. Cuando santo Tomás de Aquino definió el derecho de propiedad y, al mismo tiempo, los abusos de la falsa propiedad, fundó la tradición de toda una legión de hombres reconocibles entonces y ahora, tanto en la política de Melbourne como de Chicago: y ello, apartándose del comunismo al admitir los derechos de la propiedad, pero en la práctica protestando también contra la plutocracia. Las distinciones más sutiles han hecho nacer a los cristianos corrientes: los que creen justo beber, y despreciable la borrachera; los que creen normal el matrimonio, y anormal la poligamia; los que condenan al que golpea primero, pero absuelven al que hiere en defensa propia; los que creen un acierto esculpir estatuas, e inicuo adorarlas: todas éstas, si se piensa bien, no son más que muy finas distinciones teológicas.

El caso de las estatuas es particularmente importante. El turista que visita Roma se siente impresionado por la riqueza, casi sobreabundancia, de estatuas que encuentra; ahora bien, el hecho de la importancia de los Concilios se hace todavía más impresionante cuando todo el futuro artístico de una tierra depende de una sola distinción, y la distinción misma de un solo hombre. Fue el Papa quien únicamente hizo notar la diferencia entre veneración de imágenes e idolatría. Él solo fue quien salvó toda la superficie artística de Europa -y, por consiguiente, el entero mapa geográfico del mundo moderno- de quedar desnuda y privada de las maravillas del arte. Al defender esta idea, el Pontífice defendía el San Jorge de Donatello y el Moisés de Miguel Ángel, como tantas otras maravillas en Florencia, Perugia o Asís.

G. K. Chesterton