¿Quién puede merecer un privilegio semejante? - Alfa y Omega

¿Quién puede merecer un privilegio semejante?

La Semana de Pasión toca a su fin y los obispos españoles hablan del amor de Dios, que libremente se entregó para salvarnos. «Bastaría esta afirmación para no dudar nunca del amor de Dios hacia el hombre»

Redacción

La nueva civilización del amor

¡Cuántas preocupaciones dio Jesús por lo que decía y hacía! Los hombres y mujeres que veían los signos de Jesús, admirados y convencidos por aquel Amor con que el Señor los envolvía, lo seguían, habían probado lo que daba el Amor y querían participar en la globalización de ese Amor. Deseaban construir la nueva civilización del amor, que hacía posible que los hombres vivieran con la dignidad con la que Dios les había creado. Donde nadie robase a nadie y todos se enriqueciesen con la riqueza más grande, «el amor de Dios». Por eso, los sumos sacerdotes y los fariseos preguntaron al Sanedrín: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos…Y aquel día decidieron darle muerte».

+ Carlos Osoro
arzobispo de Madrid

Al servicio de los demás

Dios nos ha dado libremente a su Hijo: ¿quién ha podido o puede merecer un privilegio semejante? Dios nos ha amado con infinita misericordia, sin detenerse ante la condición de grave ruptura ocasionada por el pecado en la persona humana. Se ha inclinado con benevolencia sobre nuestra enfermedad, haciendo de ella la ocasión para una nueva y más maravillosa efusión de su amor. La Iglesia no deja de proclamar este misterio de infinita bondad exaltando la libre elección divina y su deseo no de condenar, sino de admitir de nuevo al hombre a la comunión consigo. Todo es don de Dios; la vida humana es un don; toda nuestra existencia y nuestra historia está llena del don de Dios, de su amor del que nos hace participar por pura gratuidad suya, y, por eso, nuestra vida no debería dejar de estar puesta gratuitamente al servicio de los demás.

+ Antonio Cañizares
cardenal arzobispo de Valencia

Libre para obedecer

Un punto clave de la Redención es la obediencia de Cristo al Padre. Una obediencia que no le merma libertad, porque se vive en el amor generoso, sino que nos da la clave de la verdadera libertad. El hombre tiene una sed profunda de libertad, aspira a ella, la grita por las calles, se siente humillado cuando esa libertad no se le reconoce. Es una aspiración sana y verdadera, porque el hombre está hecho para la libertad. Pero, al mismo tiempo, esa aspiración por la libertad encuentra señuelos y sucedáneos que le entrampan como una emboscada y le hacen más esclavo que antes. Buscando la libertad, tantas veces se equivoca de camino y se hace cada vez más esclavo. Nunca se ha proclamado tanto la libertad y nunca ha habido tantas esclavitudes.

+ Demetrio Fernández
obispo de Córdoba

Dios dispuesto al perdón

El Evangelio dice abiertamente que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16). El Padre aparece, pues, como el primer actor de este drama de la Pasión de Cristo. De ahí que san Pablo, sacando las consecuencias del amor de Dios al darnos a su Hijo, se pregunte: «El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» (Rom 8, 33). Bastaría esta afirmación para no dudar nunca del amor de Dios hacia el hombre; para que ningún pecador desespere de encontrar siempre a Dios dispuesto al perdón. Uno de los más grandes escritores del cristianismo, Orígenes, comparando a Abrahán con Dios, escribe: «Contempla a Dios rivalizando con los hombres en magnífica liberalidad: Abrahán ofreció a Dios un hijo mortal, que no llegaría a morir; Dios, por los hombres, entregó a la muerte a su Hijo inmortal».

+ César Franco
obispo de Segovia

El triunfo del amor

Hoy nos asociamos en un acto de fe, saludamos a Jesús, que viene en nombre del Padre, y le reconocemos como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas. Y nos comprometemos a acompañar a Jesús cuando cesen el entusiasmo de las masas, los cantos de aclamación, el vibrar de los aplausos y el favor del pueblo. Al Señor le interesan los corazones, las convicciones, las raíces, no los éxitos clamorosos. Pero intuimos el desenlace final en el que el odio, el engaño y la traición serán vencidos por la fuerza del amor. El amor se situará verdaderamente en el centro, como la realidad más firme y más sólida, como la única respuesta capaz de dar sentido a toda nuestra vida. Es la certeza del triunfo del amor la que nos pone en camino, como peregrinos hacia Jerusalén, conscientes de que la presencia del Señor siempre inaugura un estremecimiento interior, significa una purificación y un despojo.

+ Julián Ruiz Martorell
obispo de Jaca y de Huesca