Proust contra la decadencia - Alfa y Omega

Proust contra la decadencia

Javier Alonso Sandoica

Muchos conocieron la matanza de Katyn gracias a una espléndida película reciente que relataba, con calculada frialdad, el asesinato en masa de cerca de 22.000 soldados e intelectuales polacos, por el ejército soviético, durante la Segunda Guerra Mundial. Pocos pudieron escapar de aquella masacre; entre ellos, Józef Czapski, un cruce de poeta y militar, del que están apareciendo muchas de sus obras traducidas al español. Entre ellas, destaco Proust contra la decadencia, las charlas que Czapski pronunciara, en el invierno de 1940, en el campo de prisioneros de Griazowietz, en la URSS.

En un antiguo monasterio que había sido lugar de peregrinación, andaban apresados y literalmente apiñados cuatro mil oficiales polacos próximos a la extenuación por los trabajos de cada día y unas temperaturas imposibles, 45 grados bajo cero. Pero el espíritu humano, que siempre pone calor donde parece que la adversidad tiene visos de victoria, consiguió que aquellos prisioneros pusieran en marcha una iniciativa subversiva y contrarrevolucionaria: se dedicaron a pronunciar conferencias sobre los temas más variados: la Historia, la fe cristiana, el mundo militar, la literatura. Se ha podido rescatar esta charla que Czapski pronunciara sobre sus recuerdos de la obra literaria de Proust. Hay que dejar constancia de que, en un campo de prisioneros, no existe una biblioteca, es decir, que todas las citas y referencias de los improvisados ponentes no podían sostenerse en fuentes escritas, sino tan sólo en la memoria. Pues la charla del oficial Czapski es tan exhaustiva que impresiona la fidelidad de sus recuerdos al original de Proust.

Del escritor francés, quizá la pieza clave para entender la gran literatura del siglo XX, siempre se dijo que la palabra Dios no se nombra ni una sola vez en los miles y miles de páginas de su obra magna, En busca del tiempo perdido. Pero, en palabras de Czapski, «esa apoteosis de las alegrías pasajeras de la vida deja un regusto de ceniza en la boca», como si el homenaje de Proust a las grandes vanidades no pudiera resolver el enigma de ser hombre.

Así, el lector entiende, sin el hedor del didactismo, que todas las aventuras y todas las pasiones sólo reservan encadenamientos a la materia, como Prometeo a su roca.