¿Por qué Dios se ha encarnado?, por Juan Carlos García Jarama - Alfa y Omega

El autor de cualquier cosa es el mejor dotado para repararla, en caso de que sufra algún daño o padezca un desperfecto ocasionado. La criatura racional responde a un plan singular de la creación de Dios. Es por ello que su culpa moral es la más grave de todas las perversiones de las criaturas de la creación, pues responde a una naturaleza superior, racional y libre, responsable. Puesto que Dios es el autor del ser humano, a él le toca, a su sabiduría divina, repararle en su caída moral. Ninguna otra figura o anticipación podía haber cumplido plenamente el misterio de nuestra reconciliación. Como un médico actúa y despliega su pericia en el trato que realiza con sus enfermos, dice san Ireneo, así Dios se manifiesta en favor de los hombres para actuar en ellos y curarles.

Cuando se habla de caída moral no se alude a ningún defecto de origen, por parte de Dios creador, sino a un defecto en la voluntad creada, libre y responsable. No es algo que afecta a su ser –bueno por naturaleza– sino a su obrar. Si bien es verdad que la responsabilidad del mal obrar recae exclusivamente en un defecto por parte del agente humano, sin embargo Dios, su creador, ha previsto en su providencia el remedio a la perversión de la voluntad humana uniendo, en la persona del Verbo, a la condición creada la voluntad divina. De esta forma, el crimen de una multitud es enterrado en la justicia de uno solo, y la santidad de uno solo justifica y salva a un gran número de criminales (expresión esta última tomada de la Carta a Diogneto).

Esta restauración, enseña santo Tomás, debía cumplirse siguiendo un modo a la vez conveniente a la naturaleza que debía ser restablecida, y a la enfermedad de la que estaba afectada: conveniente a la naturaleza dañada, porque siendo el hombre racional y libre debía ser reconducido al camino justo no de una manera impersonal o forzada, sino por su propia voluntad; por otra parte, conveniente también a la propia enfermedad, a la perversión de la voluntad, el remedio debía recaer sobre esa voluntad a fin de convertirla. Dios se hace carne para condenar, en la suya, la culpa de toda otra carne humana y de este modo poder invitar al hombre a convertirse en semejante a Él, ofreciéndole gratuitamente una participación en su condición sobrenatural y en su misión salvífica. Sin esta condición verdaderamente humana del Hijo de Dios la humanidad entera permanecería esclava y prisionera del pecado, sin poder disfrutar en primera persona de la victoria del Redentor, pues ésta sería una victoria absolutamente ajena y exterior a nuestra humana condición.

Si el recto discurrir de la voluntad consiste en amar aquello que es bueno (mejor aún, aquel Bien supremo hacia el que ella misma está orientada), no hay otra más firme y santa que la voluntad del Hijo de Dios, hombre también como nosotros; en su amor inmenso, Dios nos ofrece no sólo un modelo exterior a imitar, sino sobre todo nos comunica, por la gracia interior, la posibilidad de vivirlo. La voluntad flexible de los hombres permite decidir y elegir, cambiar y arrepentirse. Ha juzgado oportuno Dios encontrar en la misma causa del pecado el origen de la conversión: otra voluntad humana, cierto, pero impecable y rectísima esta vez. Si bien es verdad que cualquier hombre puede conocer y amar las criaturas de este mundo, todas a su medida más o menos, ninguno puede elevarse hasta el nivel de Dios por su conocimiento, y menos por su amor, si antes Dios mismo no se lo concede. Para abrir a todos los hombres un camino que conduce a Dios, él mismo se ha hecho hombre, a fin de que todos puedan conocerle y amarle, y progresar hacia la perfección.

La encarnación ofrece al hombre la esperanza de poder participar a la dicha perfecta que Dios solo posee por naturaleza. La promesa de la santidad, el deseo de la perfección moral quedaría como una pura veleidad, vano presentimiento, de no verlo realizado en nadie más: la naturaleza humana del Hijo de Dios, perfectamente ordenada, se convierte para el hombre en prenda y garantía de su propia salvación. Dios nos promete y asegura la esperanza de llegar a la unión con él en la eterna bienaventuranza. Dios cumple su promesa inicial, y en virtud de la Encarnación del Verbo la «imagen y semejanza» de la criatura con el Creador alcanza una dimensión hasta entonces insospechada: no solo recobra la dignidad creada, sino que recibe ahora el don sobrenatural. ¿Quién habría imaginado antes una cosa igual?

Si Dios ha amado tanto la dignidad del hombre, su criatura racional, si ha deseado unirse a él hasta el extremo de compartir su misma naturaleza y condición, eso significa que, en adelante y en el orden de la gracia, cualquier desorden moral, o cualquier sumisión desordenada a otro ser inferior a Dios será indigna de la nueva condición humana. Solo a la luz de una tal sobreabundancia inmerecida, de su eterna bondad, puede el hombre de todos los tiempos hacerse una idea aproximada de la gravedad que reviste cualquier pecado moral. Y, solo a su luz, puede el creyente entender lo que significa realmente la vocación a la santidad.