En septiembre pude pasar unos días en el monasterio cisterciense de Poblet. Con ese tiempo busco dar espacio a la misericordia que tiene Dios conmigo a diario, y que corro el riesgo de desparramar por las prisas con las que me veo obligado a recibirla. Se trata de una necesidad: la gracia del perdón tiene que tomar cuerpo, tiene que dar forma a la existencia; de lo contrario, planea por su superficie sin conquistarla.
Armando Pego describe el fenómeno mediante la parábola del buen samaritano en su último libro, Póetica del monasterio, publicado por Encuentro: «¡La misericordia del samaritano no habría podido ser completa sin la hospitalidad callada del posadero! No solo recibe el encargo de cuidar al prójimo herido, sino que en silencio da al huésped su confianza. Callado, da crédito a su palabra. Gastará de más. Sin él, ¿qué habría sido del hombre apaleado? Los denarios que el samaritano le anticipó apenas daban para tres días».
Solo Dios puede perdonar. La verdadera misericordia no es terrenal. Pero los monasterios son el espacio que el perdón gana al mundo. El monasterio es la posada en la que el Eterno encuentra el tiempo y el espacio que no tiene, porque debe seguir su marcha trascendente, sin poder reclinar su cabeza. Por eso, «el monasterio no queda así recluido en los confines geográficos de un espacio físico, ni en los límites de un concepto histórico y cultural». Parafraseando a Pascal diríamos que el Monasterio supera infinitamente al monasterio: porque lo eterno está en la piedra, pero supera la piedra: el arte de esta piedra leve «es hermoso por lo que está ausente»; también está en el canto gregoriano, pero trasciende la voz, «el canto es la justa respuesta a la belleza»; está en el silencio, pero nos lleva más allá de él, «la Palabra crea el silencio… el silencio es su continente». Porque la «intimidad con Dios» está en todas esas cosas del monasterio y, a la vez, más allá de todas ellas. El Monasterio del monasterio es el otro mundo en este mundo, sin dejar de estar sobre él.
Esa diferencia entre el monasterio y el Monasterio es la «tensión poética que lo moviliza»; por eso, al desbordar su univocidad, «sintetiza un cruce espacio temporal que es tanto histórico como simbólico». Es la eternidad al hacerse vida que se desborda en la pluralidad de formas culturales del mosaico occidental. Es ese desbordamiento vital el que funda cada forma de nuestra civilización; porque «el monje no hace de la regla una forma de vida, sino que hace de su vida la forma de la regla». El monacato es poético por necesidad. Porque debe «arriesgarse a mostrarnos las permanencias sin ocultar las novedades» entre los dos monasterios, señala la vida que se abre paso en el tiempo. Eso y no otra cosa es la tradición.
Si los monasterios generaron vida más allá de sus claustros fue porque el exceso de vida superaba sus muros para dar forma a múltiples vidas de su entorno, que nunca pretendieron seguir la regla benedictina. El Occidente cristiano no es otra cosa que la vida monacal como metáfora viva: «En toda vocación cristiana hay un germen de vocación monástica». Es por eso que en esa vida desbordante encuentra Pego el lenguaje adecuado para pensar los lugares en llamas de nuestra sociedad: padre-familia, maestro-escuela y monje-Iglesia. Por todo ello, a la pregunta por el «nuevo papel político» que acaso pueda ejercer la oración, puede responderse con una expresión muy recurrente en él: sí, siempre que «la oración sea ese exceso de vida».
Algo así pensé al llegar a Poblet, cuando me encontré allí a un político de relevancia nacional, de aquellos que hoy promueven tanto el acercamiento de presos de ETA como la rebaja del cumplimiento de sus penas y el favorecimiento de los indultos a los políticos presos del proceso catalán. El Estado, por sí mismo, solo tiene mecanismos mundanos para administrar la indulgencia y fomentar el olvido. Lo cual no parece haber traído más polarización como la así llamada memoria democrática. Porque el olvido no existe, y la mera indulgencia solo abre paso a la memoria vengativa. Porque el perdón, como escribió José Mateos, no tiene nada que ver con el olvido, sino que es la memoria indeleble de haber sido perdonados. Y sin perdón, no queda otra salida que el victimismo: «En nuestras sociedades se abre paso cada vez más la idea de que solo la ley puede cumplir la función de norma ética suprema —e indiscutible— de la vida social. La articulación de un discurso victimista es imprescindible, entonces, para gestionar el peso insoportable y fascinante de la culpa. Sin lugar para la gracia no hay ninguna salvación que no sea la compensación insondable de una culpa sin fondo».