Polémicas del marketing aparte, háganse un favor: vean Patria y lean (antes o después) la novela de Aramburu en la que se basa.
Aitor Gabilondo, el creador de la serie, ha hecho un trabajo excepcional. Es espléndida, sin casi concesiones a la galería, sin inmorales equidistancias. No se pongan exquisitos ni puristas, que hasta al propio autor de la novela le sobran un par de escenas. En su conjunto, esta Patria audiovisual es una obra coral sobresaliente. La de dos familias rotas por el terrorismo que, no cabe lugar a la duda, es siempre intrínsecamente perverso. Hay víctimas y hay verdugos. Y hay drama interior en cada uno ellos.
Esa lluvia pertinaz y esas tormentas. Esos actores cabizbajos, comidos por la pena, en medio de una sociedad enferma de miedo, que le ha puesto altares a los dioses de barro. Esas escenas que se convierten en un martillo pilón que golpea sobre la memoria y el corazón del espectador. Esa Patria común, al fin, que transita entre 1961 y 2011 y que, lastrada por el terror canalla de ETA, trata ahora de vertebrarse en torno al perdón.
Duelen mucho personajes, como el de don Serapio, el cura, y duele que Aramburu incline tanto la balanza de la bonhomía hacia las personas ateas. Pero, en este caso, merece la pena pagar los peajes. Con una inteligente estrategia comercial, HBO va a ir soltando capítulos a cuentagotas hasta el mes de noviembre, con un total de ocho episodios de casi una hora de duración cada uno. Estamos ante una serie necesaria, que quedará como referencia en eso que hoy llamamos el relato, y que tanto interés tienen en pervertir los amigos de la posverdad.