Pascal y la apuesta de la fe - Alfa y Omega

Pascal y la apuesta de la fe

El método pascaliano no consiste en dar pruebas de la existencia de Dios, sino en adoptar una disposición favorable para acceder a la fe, y esto ha de ser una labor conjunta de la razón y la fe

Antonio R. Rubio Plo
Blaise Pascal. Escultura en la plaza de la torre de Santiago en París (Francia). Foto: Amaury Laporte.

El 19 de junio de 1623 nace en Clermont Ferrand Blaise Pascal, un gran científico y filósofo, pero a la vez un cristiano que quiere salir del conformismo religioso para dar el salto de la fe, una apuesta por Dios. Subraya la libertad grandiosa del cristianismo, muy superior a la sabiduría de los estoicos y a todo determinismo racional. Eso serían representaciones del dios de los filósofos, reducido a un gran relojero, organizador del universo al margen de la vida de los hombres. León Chestov, filósofo ruso exiliado en Francia, escribió en 1923 un ensayo en el que señala que Pascal sabe expresar una verdad fundamental: una vida humana sometida al determinismo racional es incapaz de comprender lo que es esencial. Con ello se adelanta a Kierkegaard y a Dostoievski. En efecto, Pascal comprende que ser cristiano es estar sometido a la incertidumbre, conocer una inquietud perpetua, porque «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo». El filósofo pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo pensé en ti en mi agonía. Derramé gotas de sangre por ti».

Pascal sigue siendo hoy un personaje controvertido. El mismo Papa Francisco ha querido dedicarle una carta, al celebrarse el cuarto centenario de su nacimiento. En el texto, titulado Sublimitas et miseria hominis, lo define como un «infatigable buscador de la verdad», «pensador brillante», «atento a las necesidades materiales de todos», «enamorado de Cristo» o cristiano con una «racionalidad fuera de lo común».

Hay no creyentes que valoran su apuesta por la existencia de Dios, ajustada a su mentalidad de matemático y a su continua búsqueda de un sentido a la vida. Pero no es menos cierto que algunos católicos le acusan de rigorismo y pesimismo, al tiempo que recuerdan sus relaciones con el jansenismo del entonces muy influyente monasterio de Port Royal. El Papa aborda esta cuestión en su carta y afirma que su última posición sobre la gracia, antes de morir, es «perfectamente católica».

En su época muchos de los que apreciaban sus estudios se alejaron de él por considerarlo como un hombre trastornado por una supuesta experiencia mística en la noche del 23 de noviembre de 1654. Circuló una leyenda, que no ha probado su verosimilitud, de que Pascal salvó la vida tras un accidente de su carruaje en el Pont de Neuilly en París. Unas notas escritas por el filósofo dan cuenta de su vivencia interior, referidas a su encuentro con el Dios de Jesucristo que lo llena de «certidumbre, sentimiento, alegría y paz». Se siente tocado en su corazón y escribe: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría». Lo que es evidente es que Pascal no encontró aquella noche un remedio a sus temores o un consuelo a su tristeza. Creyó haber encontrado una certidumbre: «la grandeza del alma humana» cuando ha conocido a su Salvador. Ve en Él un Dios de amor y consolación que llena el alma y el corazón de los que lo poseen.

Por aquellos años Pascal frecuenta en los salones parisinos la compañía de los «libertinos» o «espíritus libres», en su mayoría grandes científicos y eruditos. Admira a muchos sinceramente no por su elocuencia o preparación, sino porque son buenas personas. Son los mismos que le dicen que abandonarían su vida de placeres si tuvieran fe. Pero el filósofo invierte el argumento al pedirles que hagan la apuesta de abandonar primero los placeres para recibir de Dios el don de la fe. El método pascaliano no consiste en dar pruebas de la existencia de Dios, sino en adoptar una disposición favorable para acceder a la fe, y esto ha de ser una labor conjunta de la razón y la fe. Con todo, según el filósofo, la razón debe dejar que el corazón decida. Asegura a sus amigos que Dios se decide en el alma de cada hombre. Lo dice en el siglo XVII, en una Francia en la que ha crecido la indiferencia respecto a las cosas de Dios y el ateísmo se oculta bajo el aparente respeto a las formas religiosas. Pero, a diferencia de otros pensadores de la época, Pascal no es partidario de una teología política, que poco tendría que ver con la verdadera religión cristiana.

En su reciente libro, Pascal et la proposition chrétienne, Pierre Manent subraya que nuestro autor no es un pesimista negador de que el cristiano desempeñe iniciativas sociales. Antes bien, los testimonios del amor del filósofo por los pobres son abrumadores y tenemos noticias de ellos por su hermana Jacqueline. Habla de «servir a los pobres pobremente» porque a Pascal no le gustan las reglamentaciones que pretenden tenerlo todo previsto, pues todos podemos entrar en la dinámica de la caridad de modo libre y gratuito. En 1660 tuvo incluso una iniciativa audaz: la primera red de transporte público creada en Francia. Consistía en unos carruajes de precio reducido tirados por cuatro caballos, un cochero y un lacayo que atravesarían París. Pese a todo, las buenas intenciones de Pascal chocan con la realidad de unos carruajes que van abarrotados y en los que pocos pueden subir. Luis XIV había dispuesto que este medio de viajeros fuera accesible, pero un decreto del Parlamento de París prohíbe su uso a gentes de baja condición, soldados, pajes, lacayos y otros criados. Se justifica por «una mayor comodidad para las personas de mérito». Seguramente el espíritu compasivo de Pascal se preguntaría en qué consistía ese mérito.