Parolin a los fieles de Sudán del Sur: «Dios escucha vuestro grito»

Parolin a los fieles de Sudán del Sur: «Dios escucha vuestro grito»

En uno de los momentos más intensos de su viaje a República Democrática del Congo y Sudán del Sur como preludio de la pospuesta visita del Papa, el secretario de Estado del Vaticano celebró una multitudinaria Misa en el campo de desplazados de Bentiu. Escriben Salvatore Cernuzio y Francesca Sabatinelli, enviados especiales de Vatican News

Redacción
Parolin en Sudán del Sur
Un momento de la celebración en el campo de desplazados. Foto: Vatican News.

Tres personas juegan dentro de la carcasa de un Boeing que se estrelló en una de las inmensas extensiones de tierra roja. Los demás están descalzos o directamente desnudos, bañándose en el Nilo o enjuagando sus piernas delgadas en uno de los charcos que, según la cantidad de botellas de plástico que haya en su interior, son verdes o naranjas. Llevan vestidos de tul rosa o camisetas del Inter y del Milán dos talles más grandes, y pastorean vacas y cabras sobre los montículos de tierra creados para contener las inundaciones de los dos últimos años.

Son los niños, muchísimos niños, los protagonistas de la visita del cardenal Pietro Parolin, en su segundo día en Sudán del Sur, a Bentiu, zona del norte del país donde se encuentra el campo de desplazados del mismo nombre. El mundo oyó hablar de ella el año pasado por los casos de hepatitis y cólera, y generalmente se habla también por sus pésimas condiciones de agua e higiene. En esta extensión de tiendas de campaña blancas y chozas de hojalata, de palos con cortinas utilizados como vivienda, el secretario de Estado celebró Misa, durante la que recordó que Dios escucha el clamor de los que sufren injusticias, abusos y persecuciones.

Llegada en un avión de la ONU

Al amanecer, la comitiva de 15 personas llegó en un avión de la ONU a esta zona desértica, donde el único hilo de viento que da tregua al calor de casi 41º levanta el polvo escarlata. Grupos de mujeres le rindieron homenaje con una túnica blanca y coronas de flores. Detrás, más niños. Un grupo de muchachas con grandes sombreros y grandes faldas se situaron frente al cardenal: «Bienvenido, eminencia», dijo la mayor, y tras una reverencia comenzó a mover los hombros y la pelvis en una danza tribal, seguida por sus compañeras. Luego el cardenal se trasladó al centro, para reunirse con los miembros del Gobierno local.

La carretera es un zigzag continuo entre enormes charcos, asnos echados en el suelo y coches de soldados con kalashnikovs, «el arma más común en estos lugares», cuentan. Después de unos 20 minutos, el cardenal hizo su entrada en las puertas de la ciudad. Cientos de personas fueron a las calles, saliendo de sus tukuls, las típicas viviendas de madera tejida y con paja, cubiertas de barro seco.

Niños, niños y más niños se unieron a las dos filas creando un pasillo para el cardenal. Los hombres tocaban tambores de cuero, las mujeres extendían mantas en el suelo, sobre el lodo. Probablemente a muchos ni siquiera les habían contado el significado del acontecimiento que tuvo lugar entre sus chozas, pero todos se unieron a la celebración, a los aplausos, a los coros de «aleluyas» cantados de rodillas y con los ojos cerrados, bajo el sol que les quemaba la frente.

«El Papa quiere venir»

El cardenal intentó dar la mano a la primera fila, pero con solo extender el brazo corría el riesgo de que se iniciara una estampida. Para los niños, recibir una atención tan simple como tocarle las manos parecía ser una fuente de inmensa alegría. Le gritaban «¡Hermano, hermano!», con el pulgar hacia arriba o agitando el puño. Se morían por entrar en las tomas de las cámaras y los teléfonos móviles.

En medio de esta multitud, Parolin entró en la parroquia de San Martín de Porres; apenas una enorme cabaña semioscura, iluminada por dos hileras de pequeños monaguillos con velas verdes. Cantaban para el cardenal, al que tres ancianas que lograron pasar la seguridad le llevaron unas zapatillas de lona en señal de hospitalidad.

Parolin casi se emocionó al hablar: «No he venido por mi cuenta sino para traeros el cariño del Papa Francisco. Vengo a preparar su llegada como Juan el Bautista. El Papa quiere venir a Sudán del Sur». Mientras un sacerdote le traducía al nuer, el idioma local, el cardenal pidió que rezaran por Francisco. Y añadió: «Estoy feliz de estar aquí, de compartir vuestra fe y vuestra alegría. Sois realmente buenos cristianos».

Un grupo de niños recibe a Parolin en Bentiu. Foto: Vatican News.

Reunión con los cascos azules

La siguiente etapa fue en el cuartel general de la UNMISS, la Misión de Naciones Unidas en Sudán del Sur. El número dos del Vaticano aseguró a su responsable, Paul Ebweko, que «la Santa Sede aprecia lo que se está haciendo por la población del campo». Ya en el coche, el cardenal volvió a la zona norte para entrar en el campo de refugiados y celebrar Misa.

Es difícil encontrar palabras adecuadas para describir la bienvenida. De pie en el jeep, resguardado con un paraguas amarillo para protegerse del sol, comenzó a saludar, aunque sin detenerse, en la decena de kilómetros que conducían a la puerta de alambre de espino que marca la entrada al campo.

Saludó a los más de 140.000 residentes del centro, que cantaban, agitaban banderas, mostraban fotos de santa Josefina Bakhita y perseguían el coche. Los que intentaban acercarse eran repelidos por voluntarios con bastones de madera. Muchos iban descalzos, con las piernas y las manos llenas de polvo, y moscas por todo el cuerpo. En algunos lugares el olor era nauseabundo por los excrementos de los animales y el agua estancada. Sin embargo, uno no puede evitar alegrarse de que se muestren así los invitados, felices.

«Rezar por quienes nos hacen daño»

La Eucaristía se celebró en la plaza del campamento, donde había una cabaña adornada con festones. Había niñas con grandes sombreros, junto con otras vestidas de blanco que ejecutaban una danza cadenciosa al son de la pianola, alineadas como en una procesión. Parolin en su homilía, toda en inglés, se refirió al país como una tierra difícil y, sin embargo, siempre amada por Dios».

A continuación, habló de la esperanza del Evangelio, que «no es una esperanza incorpórea, separada del sufrimiento, que ignora la tragedia humana» o «que no tiene en cuenta la dificilísima realidad de la gente de Bentiu». Al contrario, «nuestra historia nos hace clamar al Señor, nos hace poner ante su altar las injusticias». Este grito «es escuchado por Dios y redimido, un grito que él mismo transformará en un canto de alegría, si sabemos pedir perdón por nuestros perseguidores y rezar por los que nos hacen daño»

Un canto de alegría estalló al final de la Misa, con el cardenal recorriendo un trecho tratando de estrechar el mayor número posible de manos para hacer vivo y plástico ese afecto del Papa que es el objetivo subyacente de todo el viaje a África.