Para que podamos oír y hablar - Alfa y Omega

Para que podamos oír y hablar

Viernes de la 5ª semana del tiempo ordinario / Marcos 7, 31- 37

Carlos Pérez Laporta
Jesús cura a un sordomudo. Biblia de Ottheinrich, del siglo XV. Biblioteca estatal de Baviera, Alemania.

Evangelio: Marcos 7, 31- 37

En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.

El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo:

«Effetá» (esto es: «ábrete»).

Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.

Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos.

Y en el colmo del asombro decían:

«Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

Comentario

El hombre que le presentan a Jesús no podía oír y, «además, apenas podía hablar». Seguramente él mismo no se ha enterado de quién era Jesús, ni de cuánta gente había sanado, ni de que pasaba por ahí. No ha podido enterarse de la buena noticia que es para él la venida de Jesús. Por lo mismo, apenas habría podido verbalizar lo que necesitaba. Han sido otros que han escuchado todas esas cosas sobre Jesús y le han llevado ante Él y los que le han pedido el milagro.

Tantas veces nosotros hemos tenido los oídos cerrados a Dios y no hemos sabido hablarle, expresarle nuestra necesidad, y han sido amigos nuestros los que nos han puesto ante el Señor. Por lo menos, así ha sido en el bautismo. Porque, desde el pecado, aunque nuestros oídos pudiesen sentir la presencia divina, se cerraban a su voz; como Adán y su mujer, que «cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, […] se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín» (primera lectura). Por eso no conocíamos al Señor ni sabíamos hablarle. Otros nos llevaron a su presencia y le pidieron por nosotros. Él, por medio del sacerdote, nos tocó los oídos y la boca, como si fuésemos de nuevo barro entre sus manos, para decirnos «effetá» («ábrete»). Comenzamos a ser una criatura nueva, porque nos recreó: «Todo lo ha hecho bien».

Desde entonces cada vez que nos apartamos «de la gente, a solas», en la intimidad de la oración, vuelve a tocar nuestros oídos y nuestra lengua, para que podamos hablarle. Y, así, nos va regenerando de día en día, hasta que alcancemos su rostro.