Nos realizamos en Dios - Alfa y Omega

Nos realizamos en Dios

Martes de la 5ª semana del tiempo ordinario / Marcos 7, 1-13

Carlos Pérez Laporta
Maldiciones contra los fariseos. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York.

Evangelio: Marcos 7, 1-13

En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas).

Y los fariseos y los escribas le preguntaron:

«¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?». Él les contestó:

«Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito:

“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres».

Y añadió:

«Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición. Moisés dijo: “Honra a tu padre y a tu madre” y “el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte”. Pero vosotros decís: “Si uno le dice a su padre o a la madre: los bienes con que podría ayudarte son ‘corbán’, es decir, ofrenda sagrada”, ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os trasmitís; y hacéis otras muchas cosas semejantes».

Comentario

«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Esta palabra de Isaías que Jesús lanza a los fariseos y escribas contiene el drama de la religiosidad humana: por sí mismo, el esfuerzo religioso de los hombres es incapaz de rozar a Dios. ¿Cuántas veces nuestros actos religiosos no están vacíos? ¿Cuántas veces nuestras oraciones no encuentran a Dios? ¿Cuántas veces a lo largo del día y la semana no caemos en el ritualismo, en el cumplimiento formal? Porque no solo ocurre con las tradiciones judías: nosotros, discípulos de Cristo, a menudo caminamos «según las tradiciones de los mayores», según una tradición muerta; sin darnos cuenta vivimos una tradición cristiana, pero sin Cristo. Nosotros no podemos traer a Dios ante nosotros. Su presencia es una gracia, un don.

La única posibilidad de tratar de acortar la distancia entre nuestro corazón y el de Dios es disponer el nuestro haciéndolo pordiosear su presencia. Solo el corazón mendigo, que suplica el encuentro con Cristo, vive cerca de Dios. «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres», ha dicho Jesús; por tanto, en sentido contrario, diremos que solo el hombre que vive a la intemperie del techo divino, pendiente del hilo de su misericordia y desprendido de las seguridades humanas, agudiza su oído para la voz de Dios. Es preciso reconocer la propia insuficiencia humana, no conformarse —porque el hombre no se completa a sí mismo con su trabajo y su moral— y asumir que no nos realizamos más que en Dios, porque somos hechura de su «imagen y semejanza».