Desde el 6 de enero ocupa la sede de Notre Dame, en París, el arzobispo Michel Aupetit, formado en la escuela del cardenal Lustiger. Aupetit llegó al sacerdocio años después de haberse doctorado en Medicina y diplomado en Bioética, y tras haber ejercido en dos hospitales parisinos. Parece que ha heredado de su maestro la desenvoltura para intervenir en los medios, y lo ha hecho sin medias tintas para manifestar su preocupación tras el dictamen del Comité Nacional de Ética (CCNE) respaldando la Procreación Médicamente Asistida. En una entrevista concedida a la revista Famille Chretienne, monseñor Aupetit afirma que «una larva de escarabajo dorado está más protegida hoy que un embrión humano» y denuncia que «el Derecho se pone al servicio de la voluntad del más fuerte», al tiempo que advierte que «de esta manera estamos creando sufrimientos futuros».
Lo que más me ha llamado la atención es que Aupetit reconoce que es muy posible que la palabra de los obispos no sea entendida por muchos, más aún, que ni siquiera sea escuchada. Pero ante la pregunta del entrevistador explica que, a pesar de ello, considera necesario que los obispos sigan hablando, eso sí, «sin hacernos ilusiones». En todo caso se plantea un interesante debate. Ya que en ciertos sectores de las sociedades europeas existe una profunda cerrazón frente a la palabra de la Iglesia, incluso una dificultad objetiva para acoger su racionalidad, ¿debería reducirse sustancialmente la palabra pública de los obispos y centrar toda la energía de la Iglesia en el testimonio de la caridad? Según el arzobispo de París «nuestras palabras son como el grano de trigo que cae en la tierra: aunque hoy no se escuchen, sí pueden dar fruto en el futuro, con la gracia de Dios». Creo que esta afirmación no es un brindis al sol, sino que muestra el realismo de la fe y una sana perspectiva histórica. Es cierto que esta apuesta exige de la Iglesia atención a las preguntas y dificultades del momento, así como inteligencia y creatividad para encontrar el discurso más adecuado. Y desde luego, siempre se necesitará que esas palabras se correspondan con un testimonio encarnado del valor que describen, un testimonio cristiano que la gente pueda encontrar libremente en las calles y plazas de la ciudad común.
No sé si a Macron le habrá gustado la crítica severa de Aupetit al pronunciamiento del CCNE, pero el mismo presidente reclamó a los católicos una mayor intervención en el debate público. También Pablo tuvo dificultades para hacerse entender en Atenas, pero su siembra mereció la pena.