No sé si es ahora, en estos próximos días de diciembre cuando se cumple el momento exacto de tu nacimiento. No se ponen de acuerdo los historiadores, como tampoco lo hacen para que sepamos si tu edad, el tiempo de tu experiencia en la tierra, ha sido el que ha llegado a perpetuarse entre nosotros. Las fechas principales de la vida de un hombre, su llegada y su partida, siempre nos deben parecer menos importantes que sus actos, en los que la vida cobra el sentido de la existencia. El origen y el desenlace de una vida humana son sagrados, disponen de una perfecta individualidad. Pero el carácter de la persona se constituye en una experiencia de relación con el mundo, en una forma consciente de descubrir su propio significado.
Tu nacimiento y tu pasión final no pueden comprenderse más que enlazándolos, conteniendo en ellos mismos y en el periodo que cumplen tu mensaje, tu ejemplaridad, la pronunciación del fin de una época y, sobre todo, del principio de lo que somos. Porque no somos más que aquello en lo que creemos. Sólo hay, sin embargo, un modo de creer en ti, porque no viniste a señalar el camino de una fe desnuda y silenciosa, sino el rumbo de una confianza en el destino del hombre y de una exigencia sobre la conducta a la que le obligaba su propia libertad.
Porque estamos en momentos tan propicios a la desesperación, tu esperanza es algo más que una necesidad, para convertirse en una decisión: no es algo a lo que me siento abocado, sino lo que elige mi voluntad, entre otras muchas posibilidades de crecer sobre mi conciencia de hombre. Porque estamos en tiempos de vacío del alma, el significado que me concede tu mensaje colma mi deseo de ser y de existir, más allá de la insensata inercia de un organismo pretencioso que confunde su inteligencia con su soberbia finalidad. Porque estamos en tiempos de inseguridad y descreimiento, la fe en el hombre y, por tanto, la fe en mí mismo como el tipo de persona que consideraste preciso poner en la historia, puede desdeñar el temor a las dudas y el desdén por la incertidumbre. Porque estamos en tiempos de miedo, la serenidad que infundiste a nuestra condición, alejada de la alegría hueca y del temor de las criaturas inferiores, me permite escapar al refugio en el cinismo, a dar la espalda a los desafíos actuales, a temblar ante mi propia responsabilidad ante el mundo y mi futuro. Porque estamos en tiempos decisivos, tu palabra contiene los datos esenciales que la distinguen del grito sin esperanza y de la carcajada enloquecida de quien se asoma al absurdo de una vida a solas, reducida a los escasos años que se nos conceden.
Tu llegada contiene, en estos días, la presunción de la pasión que, en tan pocos meses, habremos de conmemorar. La alegría de hoy pierde su sentido sin el impulso moral que nos concede no sólo tu extinción personal, sino la forma en que llegaste a ver tu suplicio como cumplimiento de aquello que se inició cuando naciste. Sólo entenderé la Cruz de verdad cuando deje de ser un espectáculo penitencial tan escandalosamente transitorio, para adquirir el rango que contiene el verdadero sacrificio. Y ese rango es la necesidad de llevar la palabra al acto, la intención al ejemplo, la profecía al precio que hay que pagar por enfrentarse al orden despiadado del mundo injusto.
Sólo entenderé la Cruz como llegada de una vida que provocó, en su desarrollo breve, la instauración del hombre libre y universal. Que para ello fuera necesario la aceptación de la agonía nada tiene que ver con una determinación cruel de la historia, sino con una voluntad de consagrar el vínculo que establecías con el futuro del hombre en la tierra. Lo que los cristianos llamamos tu Reino sólo podía fundamentarse en ese final donde, como recuerda el gran poeta Eliot, está nuestro principio.
Hace dos mil años, lo que sucedió en la Cruz dejó de ser el dolor inútil y la humillación espantosa de quienes nada tenían. Con esa Cruz en la mano, con ese signo iluminando nuestros pueblos y ciudades, nuestras universidades y escuelas, nuestra mente y nuestro corazón, España y Occidente entero adquirieron una identidad liberadora, una confianza en que la bondad no era una determinación natural, sino una decisión inspirada por el Espíritu. Bajo el signo de esa Cruz el poder fue limitado, se conminó a los opulentos a aceptar la dignidad del humilde, se dijo que olvidar la fraternidad íntima de los seres creados por Dios era un pecado. A la sombra de esa Cruz sigue alzándose el clamor frente a la injusticia y el júbilo de nuestra esperanza en una vida mejor para todos.
Esa Cruz no es el signo de un privilegio ni la ofensa a los no creyentes. Es, por el contrario, el símbolo de una larga lucha por la igualdad y el respeto al hombre. Y es, sobre todo, aquello que nos identifica, creyentes o no creyentes, como miembros de una civilización dos veces milenaria, cuyos valores no han dejado de actualizarse durante veinte siglos. Una civilización que, entre todas las del mundo, es la única tan decididamente dispuesta a suicidarse, a abolir sus raíces, a segar su carácter, a desangrar su existencia.
Gracias a ese momento en que nació tu cuerpo, se irguió tu mirada aún vacilante. Gracias a ese instante en que la tierra sintió tu peso leve y el aire se estremeció con el tacto recién hecho de tu piel, soy un ser libre. Porque, desde entonces, te encaminabas al momento supremo de tu pasión y tu muerte. No podía ocurrir de otro modo, cuando venías a proclamar el final de una historia desdichada e inhumana y a establecer nuestra condición integra y digna. Hablaste contra un mundo receloso, egoísta y donde cualquier atisbo de compasión y fraternidad habían de cancelarse ante las exigencias de la barbarie y del poder presuntuosamente hincado en la superioridad de algunos. Hablaste frente a quienes creían que sólo unos cuantos eran merecedores de ser un pueblo escogido. Hablaste frente a quienes habían perdido toda esperanza de redención y creían que la existencia sólo era un extraño cauce por donde corría el fluido de nuestra sangre inútil.
Sólo en tu nombre puedo enfrentarme a un mundo que te ha olvidado. Sólo desde ese precipicio moral al que me has enfrentado, puedo medir la grave responsabilidad que es una vida y, por tanto, el carácter sagrado de las vidas ajenas. Sólo por ti, mi existencia no termina en mí mismo, sino que se alienta en la respiración de todos cuantos viven, quiéranlo no, a tu sombra. Quienes sufren por el incumplimiento doloroso de tu ejemplo. Quienes se regodean en el desprecio a tu palabra. Quienes, llevando una existencia mediocre e indigna, ajena al hecho de ser portadores de una conciencia elaborada en dos milenios de valores fundados por ti y realizados en la historia. Todos ellos son mucho más que mi circunstancia. Son mi trascendencia en la tierra, son mi propia vida más allá de mi cuerpo. Son el sentido que he de dar a una preciosa intimidad que nunca puede ser indiferencia.
Hoy, cuando al sufrimiento de la mayoría de las personas que sólo tú me has hecho considerar hermanas se une el desmantelamiento de una cultura debida a tu mensaje, quiero rezarte también esta oración laica, en la que mi conciencia vuelve a sentir con fuerza la humildad y la grandeza de mi alma individual, única y parte de un gran proyecto al que diste tu voz y, por tanto, tu nombre. Poco me importa que quienes son porteadores de tu herencia hayan olvidado con tanta jactancia como flaqueza de espíritu que tu palabra atañe a los que no creen en tu divinidad. Que, para mí, si no he recibido el don de los creyentes, el cristianismo no es una fe en la inmortalidad, sino la seguridad de la permanencia de unos valores en esta tierra. Por ello, en momentos en que creo que eres indispensable en un mundo que sólo sobrevive, te agradezco la vida que me has dado. Desde el fondo de mí. Desde el centro del hombre rescatado por ti. Pange lingua.
Pange, lingua, gloriosi
Córporis mystérium
Sanguinísque pretiósi,
Quem in mundi prétium
Fructus ventris generósi
Rex effúdit géntium.
Canta, oh lengua,
el misterio del glorioso Cuerpo
y de la Sangre preciosa
que el Rey de las naciones
Fruto de un vientre generoso
derramó en rescate del mundo.