Ocho habitantes y ningún tambor - Alfa y Omega

Más de una vez me pregunto qué supone la Eucaristía en un pueblo pequeñito. La tentación es decir que no somos un número suficiente para formar un coro parroquial, para un grupo de lectores de la Palabra, para… Se nos ocurrirían más de doce razones o disculpas (últimamente somos muy dados a vestir con bonitos trajes las disculpas). Y reconozco que no tengo muy claro cuál es el camino o el acompañamiento pastoral más acertado.

Pero quiero compartir una pequeña experiencia del día de Jueves Santo. Son las cuatro de la tarde cuando toco la campana de Villafruel. Suena serena. Hace una de esas tardes agradables de sol y paseo. Los frutales nos regalan sus primeras flores, el campo está lleno de todos los tonos de verde posibles.

Vivir la fe, vivir la Última Cena, coger la jofaina y la toalla para lavar los pies, para servir. Volver a vivir ese momento con Jesús huele a testamento, a caricia. Sobre todo en este pueblecito de ocho habitantes donde no llegan los tambores de las procesiones ni hay televisión ni noticia que dar; ni siquiera una buena talla románica o incienso de catedral.

Se acercan a la celebración Irmina y Miguel, apoyándose una en el otro. Irmina, a quien con cada paso el dolor le recuerda esa artrosis que le impide desde hace meses salir de casa. Y Miguel, cuyo estado de ánimo le hace difícil ver el amanecer o esbozar una sonrisa. Se acercan poco a poco. Ángel viene caminando desde el pueblo vecino. Con otras cinco personas más, no consiguen llenar los bancos de la iglesia.

Acercar pueblos, acercar la mano para dar la paz en días de discusiones, celebrar la mesa de la Eucaristía, revivir el servicio como sentido de la vida, en los márgenes, con gente muy sencilla y sin que el número sea tan importante. Quizás todo esto nos ayude más de lo que sospechamos en nuestra vida sencilla. Una mesa para compartir la vida y la Palabra, el pan y el Amor sin medida. Servir, darnos la paz, un momento para el encuentro, una caricia para el dolor.

Arranco el coche y sospecho que no ha sido tiempo perdido. Sin focos, sin incienso ni tambores. En los márgenes, con una fe sencilla y un poco de verdad. Nazaret, la cruz, el servicio… ¡Este Dios nuestro!