Nostalgia de Misa presencial - Alfa y Omega

Acabo de superar 15 días de soledad por la COVID-19. Con síntomas leves. El primer impacto que sentí al salir de mi habitación a los pasillos de la casa fue redescubrir que las relaciones humanas tienen algo de milagroso: nada más nutritivo que desayunar acompañado por personas que me estiman; nada más liberador que salir a correr con un amigo por Pamplona y atravesar a colina de la muerte para llegar al río Arga (aunque correr sea, en este caso, un término demasiado generoso). Y lo más reconfortante de todo ha sido recuperar la relación física con Dios en la confesión, la Santa Misa y la comunión.

«¿Cómo tanto?, ¿y cuándo van a modernizar sus modos de relacionarse con Dios?», me preguntó mi amigo, algo escéptico con mi desahogo anterior. Me pareció una pregunta representativa de nuestro siglo, cuando nos resulta tan sencillo distinguir el cuerpo del alma, y radicar la religión en la dimensión del alma. Así, sería lógico, escuchar palabras de un sacerdote y recibir fuerzas espirituales de la Misa son beneficios que podrían dejar de depender de un lugar físico. Sin embargo, los hombres somos cuerpo y alma a la vez: cuerpo animado o alma encarnada. La separación entre ellas es ficción o es muerte.

Es sorprendente cómo participan los sentidos en la Santa Misa: la vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto, todas nuestras ventanas a la realidad son felizmente convocadas para que podamos admirar el sacrificio de la Cruz. Y un momento especial, en este sentido, lo tiene la comunión del Pan Eucarístico: entonces no soy yo quien acoge a Dios en su alma, sino que es la Santísima Trinidad quien me acoge a mí en su intimidad.

Comulgar es un privilegio portentoso y necesario. Cuando Jesús pasa a nuestro hogar interior, de pronto integramos nuestro pequeño yo al insondable nosotros de la Trinidad; bajamos las defensas y confiamos en el Creador hasta el abandono filial, nos llenamos de gozo y paz, y agradecemos al amor misericordioso por sus caricias y su aliento. La Misa y la comunión son una prefiguración del cielo: el abrazo de Dios. Y es un abrazo especial, que nos llena por dentro.

En la acción de gracias después de comulgar disfrutamos minutos de estrecha unión con Jesucristo: nos volvemos fuego de antorcha y recibimos fuerzas para poder salir luego a amar y servir a otros. Este fue, por cierto, el argumento de los obispos de Italia para pedir a las autoridades que permitan reabrir los templos para la celebración de ceremonias religiosas: «El compromiso con los pobres, tan significativo en esta emergencia, nace de una fe que debe poder nutrirse con la vida sacramental».

Durante el confinamiento sentí nostalgia de Misa presencial: no me bastan las pantallas, necesito mi cuerpo para participar en el sacramento. Espero que ahora mi amigo me comprenda mejor… le pondré el tema otra vez en algún momento especial, quizá cuando volvamos a la colina de la muerte.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner
Abogado y teólogo

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