No ha sido elegido para sí...
Hay, según la sabiduría de la Escritura santa, un tiempo para nacer, un tiempo para vivir, y un tiempo para morir. La Iglesia, que ha renacido singularmente estos días en las almas –parafraseando lo que Romano Guardini escribió en los años treinta–, ha ensanchando el horizonte de catolicidad y su vocación de conciencia universal del hombre. No nos empeñemos. No hay más complejo y difícil ejercicio de malabarismo dialéctico que el querer entender a Juan Pablo II sin la Iglesia, y a la Iglesia sin Cristo, con las solas referencias de la política de comunicación o del liderazgo estratégico. La Humanidad se ha encontrado con Juan Pablo II, y en Juan Pablo II, la transparencia de un criterio de verdad que no se doblega a los intereses y a los mecanismos de poder al uso. El camino de la Iglesia es el camino del hombre. La Iglesia, como conciencia de la Humanidad, como referente moral, cultural, antropológico, ha roto con las barreras de lo efímero y las tentaciones de la ruptura que las dicotomías entre hombre privado y hombre público, entre moral social y moral sexual, entre antropología y teología, han marcado la modernidad en la vida del hombre. La propuesta de la Iglesia, que es el Evangelio de Jesucristo en la Historia y para la Historia, no afecta sólo a las dimensiones políticas de la fe, sino que previamente está enraizada en las preguntas y en las respuestas del hombre todo. La visión cristiana de la vida no es, por tanto, una sección aparte de los grandes almacenes culturales de la Humanidad, en permanente rebaja, sino una oferta de felicidad definitiva para el hombre y para la Historia, que se hace vida en la vida de cada día.
El tiempo de la Iglesia
El tiempo de Juan Pablo II es el tiempo de la Iglesia, y la vida de Juan Pablo II es la vida de la Iglesia. Ahora que estamos en el tiempo de la Iglesia, en una semana en la que la unidad y la visibilidad adquieren formas específicas de oración y de comunión íntima, el testimonio de los creyentes se hace, si cabe, más necesario que nunca para explicar al mundo, para explicar al hombre que se ha preguntado por el por qué y el para qué de la vida de Juan Pablo II, que el fruto maduro de su vida nace de una raíz más profunda: la comunión con Cristo en la comunidad de fe, de esperanza y de caridad. El nosotros de la Iglesia, y en la Iglesia, comienza con el nombre de aquel que fue primero en abrazar, nominalmente y como persona, la confesión de Cristo: «Tú eres el Hijo de Dios vivo», como nos recuerda el cardenal Ratzinger en uno de sus más profundos estudios sobre el primado de Pedro.
Podemos, si cabe estos días más que otros, recordar lo que también ha escrito el hoy Decano del Colegio cardenalicio: «La unidad de los cristianos en el nosotros –unidad fundada por Dios, mediante el Espíritu Santo, en el nombre de Jesucristo y de su testimonio, que la muerte y la resurrección han hecho creíble– se sostiene a su vez gracias a los que personalmente son responsables de la unidad, y se representa ahora personalizada en Pedro, el cual recibe un nombre nuevo y viene a ser, de este modo, elevado por encima de lo que él es en propiedad: y todo esto acontece justamente en virtud de un nombre, mediante el cual se le asigna, como persona, una responsabilidad personal. Gracias a su nuevo nombre, que trasciende al individuo histórico, Pedro se convierte en institución que atraviesa la Historia (pues también esto, la posibilidad de continuar y la continuidad misma, se halla contenido en su nueva denominación), de manera que esta institución puede únicamente existir como persona y sobre la base de una responsabilidad nominal y personal».
Todos los tiempos son los de la Iglesia, pero, para nosotros, ahora, es, si cabe, un tiempo de alta intensidad. Es la hora de un testimonio cristiano que haga entender al mundo que Iglesia, más que una institución, es una Vida que se comunica. Uno de los más grandes eclesiólogos de nuestra época, el padre Henri de Lubac, escribió, en Meditación sobre la Iglesia, lo siguiente: «Cuanto más vivo sea el sentimiento que de la Iglesia se tenga, tanto más se sentirá cada uno dilatado en su propia existencia, y, por eso, realizará plenamente en sí mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico».
El cardenal Reginald Pole escribió un día, para el joven cardenal Julio della Rovere, un libro, De Summo Pontífice in Terris Vicario, con motivo del nuevo Cónclave, y se preguntó en qué manera ha de vivir el Papa el contenido de la imitación de Cristo. Ésta fue su respuesta: «Cuando oyes que Cristo ha nacido para nosotros y nos ha sido dado como un niño, aplícalo a la elección de su Vicario: ésta es, en cierto modo, su nacimiento. Es decir: debes detenerte a pensar en cómo no ha nacido para sí mismo, no ha sido elegido para sí, sino para nuestra causa, esto es, para toda la grey… En el oficio de pastor, debe considerarse y comportarse como el más pequeño entre todos, en manera tal que ninguna otra cosa sepa fuera de ésta: que ha sido enseñado por Dios Padre mediante Cristo».