No es verdad 824 - Alfa y Omega

La singular agudeza de ese filósofo del humor que es El Roto sintetiza, en la viñeta que ilustra este comentario, la tremenda realidad de que vivimos en una sociedad que funciona —con las escasas y debidas excepciones que confirman la regla— a golpe de pinganillo. Lamentablemente, son cada vez más los ciudadanos que creen que actúan en conciencia porque cumplen lo que les transmiten a través de los diversos pinganillos a todo nivel y escala. Un ejemplo de manual lo hemos visto estos días del pre-Cónclave y del Cónclave para elegir al sucesor de Benedicto XVI. Hasta los más retorcidos reconocen abiertamente, estos días, que no ha habido Cónclave y pre-Cónclave más mediatizados que éste. Será tal vez porque es el primer Cónclave de la era decididamente digital…, pero el hecho es que cualquier chisgarabís se siente con el derecho no ya de tener una opinión propia, que las más de las veces no es más que la que oye por el pinganillo correspondiente, sino el derecho de decir cómo tiene que ser el pre-Cónclave, el Cónclave y la Iglesia. Los más osados, como Leonardo Boff, salen por peteneras declarando desvergonzadamente que «la renuncia del Papa es un acto de desesperación». ¿Desde qué categorías mentales se puede afirmar una cosa semejante? Es algo tan descabellado que sólo cabría entenderse en la hipótesis del viejo refrán castellano, según el cual cree el ladrón que todos son de su condición.

Otros, no tan atrevidos, hablan de Un Papa contra nuestro tiempo, y dedican un par de folios a señalar cuáles han de ser las tareas para el próximo sucesor de Pedro. Y lo hacen sin ruborizarse. Otros, como el editorialista de El País, dictaminan y vaticinan, con una solicitud verdaderamente amorosa, un Cónclave de transición. Hablan de un «proceso religioso y político al que se asoma la subyugante obsolescencia de la Institución». ¡Toma castaña! Y se empeñan en que, «por mucho que se invoque al Espíritu Santo, es un hecho que su máximo líder ha de ser un hombre con visión política». ¿Qué creerán que es el Espíritu Santo? O escriben reportajes en plan de historiadores de emergencia bajo el objetivo título: 2.000 años de intrigas. O se constituyen, como el otrora padre Arias, en profetas de desventuras; y, confundiendo la realidad con sus deseos, hablan de El fin del papado. O pontifican —el Papa, que es Pontífice, no puede pontificar, pero ellos sí— que, «hoy, la política para subir en el escalafón de la Iglesia es el silencio, no molestar a Roma». Como siempre se han servido de la Iglesia en vez de servirla, lo entienden todo en clave de escalafón… Lo dicho: el pinganillo.

Lo cierto es que, con manipulación o sin ella, con mediatización o sin ella, con pinganillo o sin él, el mundo entero está, más que nunca, en este comienzo de la era digital, pendiente de una chimenea, la del tejado de la Capilla Sixtina. Todo lo demás está pasando a segundo término —y nunca mejor dicho lo de pasando—. Porque hay cosas que pasan y otras que no pasan, sino que perduran. Entre las que pasan —y ¡qué vergüenza! cómo pasan— está el noveno aniversario del 11M en España. Han pasado nueve años de aquella inhumana masacre en los trenes que hicieron descarrilar, además de unos vagones que se llenaron de horror, de sangre y de muerte, una nación y un sistema político. Allí empezó verdaderamente la crisis de la que provienen todas las demás crisis: el Gobierno Zapatero, el crack económico, el paro masivo…, el principio del fin, en una palabra. Ni el Legislativo, ni el Ejecutivo, ni el Judicial, ni la corrupción, son igual antes y después de aquello. Es muy curioso que el director de El Mundo haya tenido que recordar a los jóvenes oyentes, en una conferencia reciente, que el Rubalcaba que hoy pide la dimisión de Rajoy no es el hijo de aquel Rubalcaba del 11M y de los tiempos de Felipe González: es el mismo. Para esto que llaman democracia, que no es tal, sino una partitocracia, sólo cabe un remedio: volver a empezar de cero y cambiar el sistema, porque este sistema ya se ha agotado y no da de sí más que lo que da. Con amnesia y con pinganillo, o sin él.