Ni un convento vacío más - Alfa y Omega

Ni un convento vacío más

Una de las prioridades del pontificado del Papa Francisco es la atención a los refugiados y desplazados forzosos. «¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos?», nos preguntó en Lampedusa, y pidió perdón a Dios por quienes toman las decisiones económicas que conducen a este drama. También hubo solicitud explícita para la Iglesia, en su visita al centro Astalli: «Hay que vivir con más coraje la acogida en los conventos vacíos», en vez de convertirlos en hoteles

Cristina Sánchez Aguilar
Dos niños que huyeron de la violencia de Homs, juegan frente a su tienda, en un campo de refugiados de Líbano.

El Papa Francisco ha puesto a los más de 45 millones de desplazados forzosos que hay en todo el mundo —según datos del último informe de ACNUR— como una de las prioridades de su pontificado. Quiso que su primer viaje oficial fuera de la diócesis de Roma fuese a Lampedusa, donde, en una exigente homilía, aludió a la responsabilidad de los Estados, y pidió a Dios que perdonase a «aquellos que, en el anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas como éste». Pero no dejó exento a ningún cristiano de su responsabilidad personal ante el sufrimiento del otro: «¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas?», se preguntó. Es «la globalización de la indiferencia, que nos habitúa al sufrimiento del otro, que no nos concierne» y que «nos hace olvidar la experiencia de llorar, de padecer con el otro», advirtió.

Otro gesto significativo del Papa Francisco fue su visita al centro Astalli, de Roma, un proyecto del Servicio Jesuita al Refugiado, donde señaló que «es importante que la acogida del pobre y la promoción de la justicia no sean confiadas sólo a los especialistas, sino que sea una atención de toda la pastoral», les dijo. En particular, se refirió a los institutos religiosos, a los que recordó que «el Señor llama a vivir con más coraje y generosidad la acogida en las comunidades, en las casas, en los conventos vacíos», que no sirven «para transformarlos en hoteles y ganar dinero». Algo que, ciertamente, «requiere criterio y responsabilidad, pero también coraje». Y les pidió «superar la tentación de la mundanidad espiritual para estar cercanos a las personas sencillas, y sobre todo a los últimos».

Generaciones perdidas

En el centro Astalli, el Papa saludó, uno a uno, a los refugiados que viven allí, y escuchó atentamente a dos de ellos: Adam, un chico huido de Darfur, en Sudán, y Carol, una joven siria que lleva un año en Italia. «Hemos escapado, dejando atrás nuestras familias y nuestro pasado, porque no tenemos alternativa», le dijo al Papa. «Somos un país sin futuro. Nuestros hijos o han sido reclutados, o han muerto en una guerra sin sentido. Pasarán, por lo menos, 50 años, antes de que surjan nuevas generaciones de sirios», recalcó la mujer.

Carol es una de las pocas personas desplazadas del conflicto sirio que ha logrado llegar a Europa. La mayoría se encuentra recibiendo atenciones materiales y psicológicas, en campos masificados de la vecina Líbano, en Jordania o en Irak, porque son los países más pobres quienes protegen a los desplazados —8 de cada 10 refugiados viven en países en desarrollo—, aunque malvivan en situaciones incluso más precarias que en sus países. Pero se sienten más seguros. Por ejemplo, Uganda acoge, desde julio, a 50.000 personas de la República Democrática del Congo tras un enfrentamiento entre los rebeldes y el ejército. También en Burkina Faso y Níger acogen a los malienses; porque, en Malí, uno de cada tres habitantes —447.000 personas— se ha quedado sin hogar.

Europa, abre tus puertas

Sólo 2 de cada 10 refugiados llegan a Europa o Estados Unidos en busca de protección. Hace unos días, el cardenal Antonio María Veglió, Presidente del Consejo Pontificio para Migrantes e Itinerantes, pidió, en L’Osservatore Romano, ayuda al continente europeo para otorgar «asilo o reasentamiento a los refugiados de los conflictos», especialmente del sirio. Y puso como ejemplo la generosidad de Jordania, Líbano o Turquía, que han visto aumentar su población, algunos casi en un millón, en pocos meses.

El Papa saluda a los refugiados que viven en el centro Astalli, en Roma.

Pero Europa retrocede.Aunque países como Suecia y Alemania dan pasos tímidos y reciben dos tercios de los sirios que han llegado al continente —en Suecia se ha concedido la residencia permanente a unos 8.000 y Alemania ha acogido a 5.000—. No es lo común: echando la vista atrás, encontramos a miles de personas huidas de Libia que esperan, en campos de Túnez y lugares como Lampedusa, que los europeos regulen sus políticas de concesión de asilo. De hecho, España dijo el año pasado que acogería a 100 personas que malviven en Shousha, a 7 kilómetros de la frontera libia, pero los trámites se demoran. El resto de Europa tampoco ha sido muy generoso con los libios: Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Irlanda, los Países Bajos, Portugal, Suecia y Reino Unido sólo han ofrecido acoger, entre todos, a 192 personas —cifra irrisoria si la comparamos con los 1.519 refugiados aceptados por Estados Unidos—. El cardenal Veglió advirtió, a este respecto, que «se han radicalizado las normas de muchos Gobiernos» y que «la opinión pública se ha endurecido». Lo hizo al presentar, en junio, el documento Acoger a Cristo en los refugiados y en las personas forzadamente desplazadas. Orientaciones pastorales, en el que la Iglesia pide que se garanticen los derechos de la Convención sobre el Estatuto del Refugiado de 1951, que impuso la garantía de asilo y las responsabilidades de las naciones.

España no es país para refugiados

En nuestro país, el derecho de asilo está en crisis. Las solicitudes de 2012 alcanzaron la cifra más baja en 25 años y, según la Comisión de Ayuda al Refugiado en España —CEAR—, sólo Estonia supera a España como el peor país de toda la Unión Europea para refugiarse. Y es que ser reconocido aquí como refugiado es una carrera de obstáculos: primero, es difícil acceder al territorio nacional y solicitar asilo en las embajadas. Además, hay una gran restricción de movilidad de los solicitantes —en Ceuta y Melilla, por ejemplo, hay personas que no pueden acceder a la península hasta que no se resuelva su expediente, y el tiempo invertido está muy por encima de los 6 meses establecidos por ley—; sin contar con la dificultad para trabajar, al no poder regularizar su situación. No es de extrañar que los refugiados prefieran tener el estatus de inmigrante, como ocurre con algunas personas de la comunidad africana en Madrid, que silencian su huida de un conflicto a su llegada a España para ser tratados como inmigrantes comunes y poder acceder a un puesto de trabajo.

Otro ejemplo es el de los 115 ex presos cubanos y sus familiares, que llegaron a España en 2011 como refugiados políticos tras la firma de un acuerdo por el que Raúl Castro permitió liberarlos y trasladarlos. Tras dos años de manutención, el Gobierno ha cortado el grifo, y ahora se encuentran sin dinero, y sin poder acceder a un puesto de trabajo, «porque no tenemos los papeles en regla, no somos inmigrantes normales. Nos trajeron ellos», afirma un ex preso, afincado, junto con una decena más, frente al Ministerio de Exteriores de Madrid. «Sé que no se nos puede mantener con subsidios», reconoce, pero «queremos trabajar y no podemos».

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