Nel mezzo del cammin - Alfa y Omega

«Desde el punto de vista espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo». Así define Juan-Eduardo Cirlot en su clásico Diccionario de símbolos el concepto de viaje. Este, según él, simboliza una inquietud, es «la imagen de la aspiración del anhelo nunca saciado, que en parte alguna encuentra su objeto».

En esta experiencia del viaje, tal y como la describe Cirlot, surgió y se ha desarrollado la conciencia cultural europea, desde la Odisea —el héroe que vuelve al hogar— hasta El corazón de las tinieblas —el antihéroe que se adentra en el abismo de la jungla y de su alma—. La Eneida, el Libro de las maravillas del mundo, la Divina comedia, el Quijote, La isla del tesoro, La vuelta al mundo en 80 días, Ítaca, On the Road, El Señor de los Anillos, Centauros del desierto, El río, El viaje a ninguna parte, Master & Commander, Gravity… Europa, y por extensión Occidente, es una urdimbre de caminos reales y ficticios, recorridos y narrados, que se ha ido hilvanando a lo largo de los siglos a través de las historias de los viajes de hombres y mujeres dominados por un irrefrenable impulso de salir de sí mismos, en busca de una completitud nunca del todo alcanzada.

«Me resulta placentera, a veces, la sensación de ser uno más en el camino. La impresión de saber que mis pisadas contribuyen a evitar que el tiempo vaya borrando la ruta que otros crearon siglos atrás, a mantener su huella. Hay un valor en eso, me digo, en ir por donde van o han ido todos; una clase especial de alegría en sentirse miembro de la comunidad incierta y anónima que conforman generaciones de caminantes». Con estas palabras, Víctor Colden (Madrid, 1967) expresa en su maravilloso cuaderno de viaje Mañana me voy, recientemente publicado por Abada Editores, su inequívoca voluntad de sumarse a esta ingente y multisecular passegiata que conforma nuestro suelo común. Mañana me voy es la crónica de un pequeño viaje a pie, en cinco jornadas, que Víctor emprendió en la zona norte de la provincia de Soria. ¿Cómo puede entonces compararse este humilde y discreto recorrido de Víctor con las aventuras de Eneas o de Marco Polo? Porque comparten el mismo ideal.

«El que escribe es alguien que está en una encrucijada, a medio camino entre quien es y quien fue, entre quien cree ser y quien le gustaría ser», cuenta Víctor. Y, en efecto, uno deja la casa y se echa al camino porque tiene la dolorida conciencia de estar roto, disgregado, incompleto, condenado «a los fragmentos, a lo interrumpido, a saltar de un lugar a otro, de una cosa a la de más allá», participando de una naturaleza trashumante, secundando un deseo inextirpable de seguir, una y otra vez, «buscando los pastos más frescos y una impresión duradera de verdad en mi (nuestra) vida».

En el acto de andar, de ponerse en movimiento —quien lo probó lo sabe—, se recompone el mundo, se une lo separado, se le hace «un pobre zurcido a la desgarradura», porque el camino «sirve de hilo conductor de los días, que de otra forma se nos deshacen tantas veces en las manos: nos las miramos vacías después […] buscando en vano algún resto». Un paso sigue a otro paso, casi automáticamente, siguiendo el ritmo de un latido profundo, misterioso, que brota de las ruinas del yo: «Lo que late es la posibilidad, todo lo que aún ha de nacer». Como intuía genialmente Kurosawa en su maravillosa Vivir, Víctor presiente que nunca es demasiado tarde, «algo seguirá germinando, a pesar de que tal vez haya empezado a acabarme».

«El verdadero viaje no es nunca una huida ni un sometimiento, es evolución» sentencia Cirlot; y apostilla Víctor: «Debe ser inevitable que todo viaje termine siendo un viaje interior. Y que los caminos se conviertan en galerías de nuestro propio laberinto». La experiencia del camino, si se vive en su radicalidad, transforma profundamente al caminante. No se regresa igual que se salió. Ahora bien, ¿qué aporta el viaje? ¿Cuál es esa diferencia, esa ganancia que de él se obtiene? Víctor, muy contraculturalmente, lo tiene claro: la esperanza: «El alba, el silencio, la escritura, un camino: territorios, si no de albedrío, de posibilidad. Cuando amanece, todo se abre; en el silencio, cualquier palabra que se pronuncie podría ser verdadera, […] solo quería andar y escribir, pero se ve que todo viaje pone a uno en marcha también por dentro».

Nel mezzo del cammin di nostra vita, reza el primer verso de la Divina comedia. El verdadero milagro es recomenzar, volver a emprender el camino una y otra vez. No es casualidad el título Mañana me voy: cada día nos decimos «mañana me voy», porque como zanjaba esta cuestión Pavese, «vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta esa sensación uno quisiera morir». Y a esta esperanza nos entregamos.