Corazón que no siente - Alfa y Omega

«La tranquilidad, la tranquilidad es lo que más se busca; llegas a otras piscinas de aquí de Teruel y hay un montón de panchitos, cubanos y todo eso…», explicaba cándidamente un niño ante las cámaras de Aragón Televisión, en un corte de vídeo que se hizo viral en 2015, preguntado por qué elegía ir a la piscina municipal de su pueblo frente a otras alternativas de ocio.

Me acordé de este vídeo hace poco, cuando rechacé hacerme cargo de la defensa legal de un asunto que me propuso el representante de una asociación de vecinos de un barrio de la ciudad X. Por lo visto, el Ayuntamiento de X tiene previsto abrir un centro de atención a personas sin hogar, provisto de comedor, zona de aseos y refugio nocturno, y los miembros de la asociación están movilizados en contra, estando dispuestos a llegar incluso a los tribunales si fuera preciso. Le pregunté a mi interlocutor el porqué de esta animadversión, que cualquiera de nosotros, de nuestros amigos o familiares, podría caer fácilmente en la indigencia… a lo que me respondió que sí, que muy bien, pero que atendieran a esta «chusma» fuera de su barrio, que no querían verlos por sus calles, que no querían problemas.

Justo un par de días antes había visto en el cine La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023), extraordinaria película que cuenta la historia de una familia numerosa alemana para construir el hogar de sus sueños durante la Segunda Guerra Mundial. Durante un período de cuatro años asistimos a la intimidad del día a día de la familia Höss, del esfuerzo de los padres para dar la mejor educación posible a sus cuatro hijos, plantar y cuidar su jardín, acoger y atender a sus amigos y familiares, a la vez que el padre se desvive en su trabajo para no perder el precioso chalet que se le ha asignado en virtud del puesto de enorme responsabilidad que ocupa. Las flores, la comida, la piscina, los paseos por el campo y los baños en el río, el invernadero, el muelle, la ropa y el perro; todo, hasta el más mínimo detalle, está cuidado con mimo, para dar forma al ideal de familia sana y feliz al que los padres han consagrado su vida.

Este mundo perfecto, que a veces me recordaba al pueblo de El Show de Truman, estaba situado pared con pared con el campo de exterminio de Auschwitz. Rudolf Höss, el paterfamilias, era su despiadado director, que lo gestionó de una forma tan eficaz y profesional que sobrepasó todos los límites hasta entonces conocidos de la bestialidad humana. La genialidad de la película radica en que en ningún momento se muestra imagen alguna del campo. Este se cuela en la pantalla de modo indirecto, a través de los sonidos, los reflejos y las sombras. De manera análoga se relacionan los protagonistas con el horror que está sucediendo a solo unos centímetros de su hogar: nunca lo miran de frente, no se dejan tocar por él; es un mero decorado de fondo de su idílica casa (la chimenea del crematorio se yergue en el horizonte, justo detrás de su piscina), que han diseñado como un vergel dándole la espalda como si Auschwitz no existiera.

Pero Auschwitz existe, y de manera inesperada el sufrimiento del próximo siempre encuentra resquicios por dónde penetrar hasta en la más anestesiada o distraída de las conciencias. En un momento dado, el señor Höss regala a su esposa un precioso abrigo de visón, ella se lo prueba delante del espejo y, tanteando en los bolsillos, encuentra un lápiz de labios, que el espectador puede intuir que perteneció a una mujer judía que está en el campo. La señora Höss decide probar cómo le queda el rouge, y, tras darse cuenta fugazmente de quién pudiera ser su propietaria, aunque le queda bien, rápidamente se lo quita con el trapo de la cocina. En otro momento, Rudolf Höss es recompensado por el alto mando con la misión más importante de su carrera: organizar el traslado a Auschwitz y posterior eliminación de más de 400.000 judíos húngaros. Cuando baja por las escaleras del cuartel para volver al campo a cumplir el encargo, a pesar de que acaba de pasar satisfactoriamente unas pruebas médicas, empieza a sentir náuseas y a vomitar, sin entender el por qué.

Este es el punto que tanto incomoda de la película: la familia Höss no son los otros, somos todos y cada uno de nosotros cuando damos la espalda al sufrimiento de los indigentes, de los yonquis, de los presos, de los fracasados, o de los que simplemente consideramos que no están a la altura de nuestra autootorgada superioridad moral. En el fondo, la «chusma» es, si no un obstáculo a nuestra prosperidad, al menos una molesta presencia que nos recuerda la radical precariedad de nuestros mundos perfectos. Puede que, al igual que le pasaba al niño de Aragón Televisión, la tranquilidad, la tranquilidad sea lo que más buscamos.