Monasterio de San Plácido
Su nombre es monasterio de la Encarnación Benita, misterio que figura en el relieve de su fachada y en el retablo de su iglesia, con la añadidura de Benita, ya que se fundó para benedictinas y para distinguirlo de otros. Pero siempre se le ha conocido como el de San Plácido, porque en una pared hubo una imagen de ese santo, primer discípulo de san Benito. Y como en el muro de la primitiva edificación se puso una imagen de san Roque, para recordar que fue inaugurado y bendecido en su fiesta del 16 de agosto de 1624, con este santo se dio nombre a la calle que aún perdura; porque en los siglos XVI y XVII el pueblo de Madrid nominaba muchas calles por monasterios o sus titulares.
Y es original su origen. En ese lugar había una iglesita consagrada en 1619 y filial de la de San Martín de los benedictinos. Por entonces Jerónimo de Villanueva, un aragonés nacido en Madrid, que llegó a ser secretario de Estado, pretendía casarse con Teresa del Valle y de la Cerda, quien le dio calabazas porque decidió ser monja; y el buenón de Jerónimo en vez de enfadarse compró los terrenos que rodeaban aquella iglesita para que Teresa con cuatro monjas más comenzaran esta fundación, escotando uno y otra a medias 40.000 ducados. De aquella edificación ahora no queda nada, pues 20 años más tarde fray Lorenzo de San Nicolás inició la construcción que ahora se ve.
Pero no resultó tan sencillo el principio, ya que se vio enturbiado por dos líos, que luego novelaron: como si Villanueva hubiera sido «celestino» de alguna aventura amorosa del rey; y la complicación de algunas monjas, que decían endemoniadas, y su fraile capellán. Para este monasterio Velázquez pintó su Cristo, que ahora vemos en el Museo del Prado, mientras las benedictinas lo tienen en fotografía; por eso se ha intentado, también allí, buscar su sepulcro. Ese cuadro entró en la colección real por gestiones arteras de Moratín, Goya y Godoy.
Hay un Cristo yacente de Gregorio Fernández, de 1630, el tercero en Madrid con el de la Encarnación y el de El Pardo. Y es de admirar en el retablo –que se salvó de las guerras– el inmenso y mejor cuadro de Claudio Coello pintado en su juventud, firmado y fechado en 1668. Quien no ha ido no sabe lo que no ha visto; pues merece la pena ir y ver.