Mirar el mundo como recién creado - Alfa y Omega

Es casi un lugar común que la mayoría de nuestros males derivan de una forma equivocada de mirar el mundo. La tristeza es, según Enrique García-Máiquez, una falta de atención; el hombre triste lo es porque también es insensible a todos los prodigios que se dan a diario entre la desgracia. Lo mismo ocurre con la desesperación, que ni siquiera hoy —cuando todo apunta a una decadencia civilizatoria, cuando los síntomas de nuestra agonía son ya insoslayables— es legítima. ¿Cómo desesperar si las mujeres siguen dando a luz, los niños jugando en los parques y los ancianos paseando de la mano? ¿Cómo desesperar, por punzante que sea nuestro dolor, si hay un amigo que nos llama a diario para ofrecernos su consuelo?

La pregunta es, por tanto, cómo debemos mirar la realidad para no caer en el hastío o en la pesadumbre, en la desesperanza o en la angustia. Suele decirse que los poetas miran la realidad como recién creada y uno podría añadir, naturalmente, que así es como la debemos mirar todos. Hemos de contemplar las cosas como iluminadas por los rayos de un sol que nace. El césped como si estuviese arropado por un rocío que nunca llega a evaporarse, el mirlo como si su canto fuese aún un eco de la palabra creadora de Dios, al vecino como si hubiese emergido milagrosamente de las entrañas de la tierra para saludarnos. Así admiraríamos la realidad igual que el niño que la va descubriendo y la concebiríamos, además, como un don que se nos ha concedido gratuitamente, sin nosotros merecerlo. No habría pesadumbre porque quien mira la realidad como recién creada sabe, íntimamente lo sabe, que la corrupción es solo una apariencia. No habría hastío porque viviríamos envueltos por el fresco aroma de la novedad.

Pero hay quien podría objetar que esto no basta. Que, por mucho que consideremos las cosas recién creadas, la realidad se impondría y nosotros terminaríamos acostumbrándonos, dándolas por sentadas. Antepondríamos la urgencia de nuestros asuntos a las exigencias de la belleza ubicua. No nos detendríamos a contemplar suponiendo que podríamos hacerlo en cualquier otro instante; postergaríamos sine die el momento de hacer justicia con nuestra mirada al inefable esplendor de las cosas.

Por eso hay quien propone otra forma de mirar. Más que contemplar las cosas como recién creadas, hay que contemplarlas como pendientes de un hilo que está a punto de rasgarse. Habría que mirarlas como si fuese la última vez que se nos concediese hacerlo, como si una sombra se cerniese sobre la tierra y sus cimientos estuvieran tambaleándose. Entonces dialogaríamos con el prójimo igual que dialogaríamos con Platón, escribiríamos el artículo más banal como quien escribe su ópera prima, rezaríamos cada mañana como si ante nosotros se extendiese un abismo y detrás las llamas de un incendio zigzagueasen furiosas. La sospecha de una pérdida inminente nos permite, oh, encarnar el carpe diem de los clásicos.

Pero tampoco parece suficiente. Solo habiendo descubierto la belleza de la realidad, solo habiéndosenos aparecido el mundo como milagroso y nuevo cada vez, solo así tememos perderlo. Sin esa aparición la posibilidad de un extravío no suscita sino indiferencia. Habría incluso quien pudiera desear la desaparición pensando, juicioso, que con él también desaparecerían el tedio, la tristeza, la angustia.

Lo que yo propongo, pues, es reunir ambas actitudes. Miraremos el mundo como debemos cuando, primero, lo consideremos recién creado y, segundo, reconozcamos su fragilidad; cuando apreciemos el milagro de que las cosas estén aquí, para nosotros, y a la vez seamos dolorosamente conscientes de que pueden dejar de estarlo en apenas un pestañeo. Solo de este modo nuestra mirada se adecuará a la naturaleza de la realidad. Dicen los teólogos que Dios crea las cosas constantemente, que las sostiene en el ser como las corrientes de aire sostienen a la rapaz que planea. Esto implica que la monotonía es solo una apariencia y la primicia una verdad, por supuesto, pero también que basta con que Dios lo disponga para que la realidad se desvanezca de un plumazo, para que el ser troque en la nada tan repentinamente como la nada trocó en el ser.

Solo miramos como debemos, solo captamos la esencia de la realidad, cuando ya no identificamos la creación con un prodigio que acaeció en un pasado remoto y la devastación con un mal que advendrá en un futuro incierto. Cuando concebimos el mundo como un milagro que puede negársenos en cualquier momento. Cuando se nos ha bendecido con la gracia de atisbar el Génesis y el Apocalipsis, el origen y el fin, en un solo vistazo. Cuando en el fulgor de la novedad entrevemos, ay, la negra sombra de la pérdida.