Los sentidos no nos engañan - Alfa y Omega

Uno lee y oye con irritante frecuencia el famoso aforismo de Saint-Exupéry en El principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». Es relativamente común en las publicaciones de según qué gente en redes sociales y también en las discusiones de sobremesa más sesudas. Yo lo entiendo, cómo no. En la época de las apariencias y del exhibicionismo instagramero, cuando uno no es tanto lo que es como lo que aparenta, cuando una superficialidad lúdica se extiende con la febrilidad de una plaga de langostas, es natural que uno reivindique el espíritu, lo escondido, ese reino oculto al que los sentidos no pueden acceder porque les está vedado hacerlo.

Lo comprendo, claro, pero no puedo evitar una leve incomodidad, la inquietante sensación de que no se está combatiendo el error con la verdad, sino, ejem, con el error antagónico. Percibo entre los citadores de Saint-Exupéry una denostación de los sentidos y de la carne, un sutil y probablemente inconsciente gnosticismo, el riesgo de enmendar el pecado de la superficialidad con un espiritualismo angélico. Decía Oscar Wilde que solo las personas superficiales se permiten el lujo de no juzgar por las apariencias. Creo que no es solo un golpe de ingenio o un juego retórico. Hay en su aforismo una verdad a la que Saint-Exupéry, quizá afectado por la misma trivialidad que deseaba denunciar, es desagraciadamente insensible.

Seguro que algún lector percibe una sombra de heterodoxia en mis palabras, algo así como un conato de materialismo. En realidad, me limito a defender una doctrina que ya defendían los medievales: esa según la cual «nada llega al intelecto sino a través de los sentidos». Quizá la esencia del hombre no sea material, pero solo alcanzamos algo tan abstracto como una naturaleza partiendo de algo tan insultantemente concreto como un ente. Estoy dispuesto a reconocer que el amor es irreductible a sus expresiones más sensoriales, pero añadiré a continuación, poseído por una suerte de santa ira, que no podríamos siquiera esbozar su esencia si no hubiésemos presenciado nunca gestos amorosos. El conocimiento humano, distinto del angélico, se basa en los sentidos. Asegurar que lo esencial es invisible a los ojos es tanto como asegurar que lo esencial no es cognoscible en absoluto.

Para Saint-Exupéry, lo esencial se esconde tras la carne; para mí, tal vez menos profundo, no hace sino manifestarse en ella. El francés coincide con los materialistas en que la realidad es un juego de apariencias. La ortodoxia discrepa de ambos para afirmar que es un reino de apariciones. La esencia, lo universal, se nos desvela en lo concreto, en el ente material que se alza frente a nosotros. El hombre que baña en café su cruasán y se abalanza sobre él como activado por un resorte para no derramar nada, ese ser divertido y misterioso que goza ante nosotros del muy sensorial placer de un desayuno pantagruélico, ese glotón que hace más por el hermanamiento entre el hombre y el animal que todas las jeremiadas greenpeaceras, tiene un no sé qué de epifanía. En la feliz inconsciencia de sus movimientos, en la brutal alegría con que degusta su banquete, transparece algo tan elevado como la naturaleza humana.

El materialista dice que no hay nada más real que la materia; el exuperiano dice que no hay nada más real que el espíritu. Ambos incurren en un error que atenta contra la experiencia humana, ambos se resisten a reconocer la evidentísima verdad de que la materia apunta a algo distinto de ella, quizá más alto. Para el primero no apunta al espíritu porque el espíritu no existe; para el segundo no apunta al espíritu porque tan solo lo oculta (¿¡cómo podría manifestarse algo tan alto como el espíritu en algo tan bajo como la carne!?). Ninguno puede concebir la realidad material como aparición porque ambos la reducen a apariencia. Pero nosotros, ajenos a los reduccionismos de una heterodoxia y su contraria, aspiramos a una mirada que vislumbre prodigios allá donde el dualista y el materialista apenas ven cosas, una mirada que distinga epifanías allá donde los hombres superficiales únicamente ven fachadas. Solo así saborearemos la carnosa pulpa de una realidad en la que materia y espíritu se concitan festivamente unidos.