Miguel Salavert: «Faltó gestión para preparar mejor esta ola» - Alfa y Omega

Miguel Salavert: «Faltó gestión para preparar mejor esta ola»

La Comunidad Valenciana ha sido una de las regiones españolas más golpeadas por la tercera ola de la COVID-19. El diagnóstico del jefe de la Unidad de Enfermedades Infecciosas del Hospital La Fe es desidia y cortedad de miras en la gestión

María Martínez López
Foto cedida por Miguel Salavert

El 11 de enero, la Comunidad Valenciana batió el récord de hospitalizaciones por COVID-19 de toda la pandemia, con 2.752 plazas ocupadas por pacientes con esta enfermedad. En poco más de una semana se rozaron las 4.000. Algunas zonas superaron una incidencia acumulada a 14 días de 4.500 casos por cada 100.000 habitantes. El pasado viernes, el jefe de sección de la Unidad de Enfermedades Infecciosas del Hospital Universitario y Politécnico La Fe de Valencia, Miguel Salavert, participó en una mesa redonda organizada por la Universidad Católica de Valencia. Su diagnóstico: desidia y cortedad de miras en la gestión.

¿Cómo está la situación ahora mismo en su hospital?
Sin grandes alardes, desde la semana pasada algo mejor que en las tres anteriores. Parece que la presión asistencial se ha desacelerado un poco: hace no mucho estábamos con 400 pacientes de COVID-19, de ellos 68 en UCI, en un hospital de 1.000 camas. Y con un 65 % de las camas de UCI destinadas a estos pacientes, teniendo que mantener mínimamente otras para pacientes de cirugía, con infartos, politraumatismos, shocks sépticos… Tuvimos que ir expandiendo las camas de atención a críticos en reanimación y UCI a quirófanos, a las áreas donde los pacientes esperan antes de la cirugía, a las unidades de cirugía sin ingreso… Pero el problema no es tanto encontrar espacios sino dotar esas zonas de personal suficiente. A finales de la semana pasada los pacientes COVID-19 eran 365.

¿Fue así la primera ola?
Han sido diferentes. Algunos días sí tuvimos más ingresos que en marzo o abril: 48 o más, frente a los 35-40 de entonces. En la primera ola había mucha incertidumbre y desconocimiento. Esta nos pilla con bastante desgaste y con el agotamiento de aguantar una gestión política cuestionable y el comportamiento infantil e inmaduro de parte de la ciudadanía (sin bien la mayoría es muy responsable). Esta presión externa y la falta de compromiso y de responsabilidad pasan factura. Pero tenemos las espaldas anchas, somos profesionales con mucho rodaje. No somos como otros, que aprovecharían para ir a la huelga; tenemos un juramento hipocrático y un compromiso humano.

Los aplausos duraron poco.
Ninguno nos los creímos. Éramos falsos héroes. Ha habido mucha manipulación psicológica de la población y se ha intentado también con nosotros. Pero cualquiera con un mínimo de madurez ve que no tenía recorrido. Uno es profesional y va a trabajar e intenta dar lo mejor de sí mismo porque cree en ello, fuera de otro tipo de compensaciones. No me refiero solo a dinero, sino a que se mejore la sanidad.

¿No se podía haber evitado una tercera ola así después de casi un año de experiencia?
Se podrían haber hecho muchas estrategias interrelacionadas a distintos niveles. Hubo tiempo en enero y febrero de 2020 para prepararse para la primera ola. Los que estamos en unidades de aislamiento de alto nivel, que dependemos del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, estábamos en contacto desde el 7 de enero. Y en mi centro nos preparamos para algo que podría ser como la gripe aviar; jamás nos habríamos imaginado este apocalipsis. Después, tuvimos todo el período estival, que era estupendo para haber preparado desde la atención primaria hasta las UCI, los recursos humanos, la fidelización de los profesionales, materiales, respiradores… Hubo tiempo para hacer más y mejor. Pero faltó una gestión de calidad por una cierta desidia, por mirar hacia otro lado. También ahora, aunque la vacuna se está empezando a extender, está la sombra de las nuevas variantes. Y da la impresión de que, aunque los científicos están al tanto y cooperan, la respuesta de gestión y epidemiológica no va al mismo ritmo.

¿Una de esas estrategias no podría haber sido organizar la derivación de pacientes de UCI en hospitales saturados a otras comunidades autónomas?
En la primera ola, cuando hubo un número mayor de casos en Madrid o en algunas provincias de Castilla-La Mancha sí se nos comunicó esta posibilidad. Estuvimos atentos y teníamos camas, incluso se había consultado al Ejército. Pero finalmente se interrumpió porque al perder velocidad la hecatombe se fueron ajustando los recursos.

Y además tenía su complejidad. No es fácil hacer un traslado, por la ventilación. Los pacientes que dependen de oxígeno son muy frágiles. Algunos se nos han hundido y tenido paradas cardiorrespiratorias en los segundos que se tarda de pasar de un tipo de ventilación a otra. A algunos los hemos tenido que dejar en la misma habitación porque no había oportunidad de cambiarles la ventilación para llevarlos a la UCI; hay que hacerlo antes de llegar a esa situación. Sí es verdad que una vez intubados se pueden trasladar entre comunidades. Sería factible en casos concretos, pero no con grandes masas de pacientes. Además es costoso. Y no solo logística o económicamente. Si va a haber una mala evolución, estando cerca se puede permitir a los familiares estar con el enfermo terminal. Si se pueden hacer las cosas en el propio sitio es mucho mejor. Hay que invertir localmente.

¿Se ha dado, como en la primera ola, la necesidad de priorizar pacientes para acceder a las UCI o respiradores?
No. Seguimos los criterios de las sociedades científicas para la entrada en UCI, la adecuación del cuidado y la optimización de los recursos. Y hacemos unas rondas diarias para avisar de qué pacientes pueden tener necesidad de UCI y cuáles se quedarán con nosotros.

Estos meses habrán tenido que aprender casi sobre la marcha.
Hemos tenido que ser muy humildes. Nos habíamos ido curtiendo con el sida, las bacterias multirresistentes, el zika, la gripe aviar… pero no al nivel de esta pandemia. Había mucha investigación pero no todo era veraz. La primera ola ha sido de las épocas con más retractaciones de grandes investigadores, revistas científicas y grandes lobbies. Reposicionábamos fármacos para otras cosas, pero tuvimos que descartarlos porque no eran efectivos o incluso eran tóxicos. Me recordaba a lo que pasó en la época dura del sida, en los años 80. También hemos ido clasificando mejor en qué pacientes pueden surgir complicaciones. Y estamos aprendiendo cómo es el mundo post-COVID-19, con secuelas de trombosis, asfixia, etc. que quedan durante semanas o meses. Estos pacientes están inundando nuestras consultas y no tenemos mucho que ofrecerles. El virus nos sigue desafiando.

Se habla mucho de vacunas, pero no tanto de avances en tratamientos.
Seguimos un poco huérfanos. Tenemos el remdesivir, adaptado del tratamiento del ébola, que no baja la mortalidad pero hace que la enfermedad se resuelva más rápido; el plasma de personas que la han superado, y algunos cócteles. En cuanto a la fase inflamatoria, se ve que los corticoides quizá pueden servir en pacientes muy seleccionados y en un momento concreto. También los inmunomoduladores podrían ser eficaces. Pero no tenemos un antiviral eficaz o un medicamento estrella. Se está investigando muchísimo en algunos con actividad antiviral, del mundo de los antiparasitarios o de tratamientos metabólicos. Un estudio del hospital Mount Sinaí, de Nueva York, ha visto que la plitidepsina [una sustancia utilizada para tratar el mieloma múltiple, N. d. R.], de la española Pharmamar, es 27,5 veces más potente que el remdesivir. A nuestro hospital le han propuesto participar en 15 estudios de diferentes moléculas, y ahora mismo tenemos siete ensayos clínicos en marcha.

¿Cómo se organiza un ensayo clínico en una situación de casi desbordamiento? ¿Se incluyen ensayos con placebo?
Hay varios tipos de ensayos en diferentes fases. Es verdad que algunos son de doble ciego, comparando la molécula con un placebo. Estos ensayos los promueven sociedades científicas y grandes grupos internacionales, y son multicéntricos y muy rigurosos. Por eso se tarda meses en reclutar a los pacientes y tener respuestas concluyentes. Todo esto se gestiona con mucho esfuerzo y dificultad si tu actividad asistencial te sobrepasa en un 300 %. Además hay una verdadera epidemia de información que hay que cribar para saber lo que tiene viabilidad y lo que no. Nuestros equipos de investigación, coordinadores y gestores de datos también tuvieron que quedarse en casa al principio de todo. Aprendimos a hacer teleinvestigación, pero eso ralentizaba la solución de algunos problemas. Lo hemos conseguido dejándonos la piel y haciendo más de diez y de doce horas de trabajo, con horas extras no pagadas.

Hablaba de la fase inflamatoria. ¿Cómo funciona exactamente esta enfermedad?
Primero se da una fase asintomática, en la que el virus empieza a crecer. Si nuestro sistema inmune no consigue frenarlo, tenemos factores de riesgo o algún componente genético como que nuestras células tengan receptores que le permiten replicarse más, va a llevarnos hacia una situación de mayor gravedad en la que se necesita más soporte. En ella se producen dos fenómenos. En primer lugar, se liberan citocinas, que provocan una inflamación mayor de lo necesario, que ataca y destruye a los pulmones y otros órganos. Y después se produce una especie de extenuación del sistema inmunitario, que junto al exceso de inflamación lleva a un aumento de la coagubilidad, con más riesgo de formación de coágulos y de que se produzcan tromboembolias. Así, al final las causas de mortalidad pueden ser no solo el coronavirus, sino otras sobreinfecciones o estos fenómenos de trombosis.

¿Se siguen manteniendo las restricciones en las visitas, o se ha podido avanzar en estos meses para permitir el acompañamiento?
Hemos avanzado sobre todo en las situaciones donde observamos que el paciente tiene mal pronóstico. Facilitamos la presencia de los familiares más directos con medidas de seguridad, para que puedan estar con él, mirarse, cogerse de la mano. Aparte de los medios farmacológicos, la serenidad y el reconocimiento de la dignidad humana que aporta esto es parte del arte de saber ayudar a morir. También lo hacemos con las personas que están estabilizadas pero son dependientes, para que tengan más probabilidades de recuperarse.

La pandemia ha sido muy cruel con los pacientes y los familiares. Es verdad que esto a veces no se ha pensado en los despachos, pero nosotros nos hemos preocupado mucho por que los pacientes no estuvieran solos, sucios o sin comer porque no pudieran ni llevarse la cuchara a la boca y no hubiera personal para ayudarles. Nos hemos reinventado. A los que podían manejarlos les facilitamos móviles o tabletas, que se fueron consiguiendo con donaciones, inversión y apoyo de la Consejería de Sanidad, para hacer videollamadas. Cuando no era posible porque no sabían, se la poníamos nosotros. Y llamamos todos los días a un montón de hijos, padres y nietos para decirles cómo van sus familiares si ellos no pueden hacerlo. Esto también es un desgaste enorme.

¿Se está notando el efecto de la pandemia en otras enfermedades, por retrasos en los diagnósticos y tratamientos?
Es pronto para saberlo. Habría que ver cómo se desarrolla este semestre y el resto del año para ver las complicaciones de morbimortalidad en los pacientes que necesitan trasplantes, cirugías o quimioterapia. El daño colateral va a ser enorme. Mi impresión es que la sanidad no se va a recuperar en un año, sino más bien en un quinquenio. Se están dejando de hacer muchas cosas y lo que se está acumulando en lista de espera va a tener un coste social y económico incalculable: además de la mortalidad, la gente que va a dejar de trabajar y cotizar, o va a tener una mala calidad de vida.

La necesidad de atender más camas y de suplir a los trabajadores sanitarios que enferman o tienen que hacer cuarentena ha puesto en evidencia un déficit de personal. ¿Cuáles son sus causas profundas?
Es el problema: dotar de personal las nuevas salas, los hospitales de campaña o los centros de evacuación. Ha habido poca previsión. No en el último año; es un problema inherente a la sanidad pública desde los años 90. Hay carencias enormes de personal, sobre todo de enfermería, en muchas actividades sanitarias. No se han sabido hacer buenos contratos, hay una gran precariedad, con 50 % o un 70 % de contratos basura y gente que lleva 30 o 40 años de interina. No se ha fidelizado a la cantera, y los más jóvenes han buscado la posibilidad de un trabajo digno en otros países o en la sanidad privada. No hemos podido quedarnos con algunos compañeros como nos hubiera gustado, para formar equipo y buscar un reemplazo generacional. Esto es frustrante para los que ya tenemos una edad.

Nunca he estado de acuerdo con eso de que tenemos la mejor sanidad pública; es un brindis al sol. Podemos decir que tenemos muy buenos profesionales, o incluso los mejores. Pero tener la mejor sanidad requiere una buena gestión, con un buen modelo de gobernanza y con previsión. Hay buenos gestores de la sanidad en las escuelas de negocios y de gestión sanitaria, hemos tenido a españoles asesorando al presidente Obama, pero no se les ha invitado a ser asesores aquí. Quien ha sido ministro se va a participar en unas elecciones con la conciencia muy tranquila, pero sin haber creado para noviembre pasado, como prometió, las especialidades de enfermedades infecciosas y de urgencias y emergencias, que existen en toda Europa menos en cuatro países. Esto demuestra que no se está a la altura, que las decisiones de muchos de los políticos, independientemente de la época y el color, son cortas de miras.