El día después de Pascua me reuní con una funcionaria de alto rango del Gobierno ucraniano. Me habló de varios proyectos legislativos y repetidamente subrayó un aspecto de ellos: «En nuestros textos, necesitamos ser muy cuidadosos con las palabras que empleamos, porque la guerra está causando graves traumas psicológicos en la sociedad, por lo que es muy fácil generar malentendidos». En esencia, esta señora es un ejemplo de lo cuidadosos que tenemos que ser unos con otros cuando nos dirigimos a personas heridas, estresadas o exhaustas por cualquier otro motivo. Escuchándola, pensé para mis adentros: «Claramente es una maestra en su trabajo, especialmente en tiempos difíciles».
Estas dificultades también afectan a personas en la Iglesia: en muchas ocasiones, he oído relatos de capellanes castrenses que se sienten incapaces de aguantar más de unas pocas semanas el servicio pastoral cerca del frente. De vez en cuando, necesitan volver a sus parroquias o a algún otro lugar a algo de distancia de los lugares de muerte y destrucción para poder descansar un tiempo.
Por otro lado, la Iglesia y la fe son un don para la gente en tiempo de guerra. Varios obispos y sacerdotes me han comentado que este año han visto cifras récord de gente participando en las celebraciones de Pascua, tanto en las comunidades grecocatólicas como latinas. Claramente, muchas personas sienten la necesidad de la oración y la fe, que se convierten en un bálsamo para las heridas.
Una imagen muy particular y alegre de ello es la foto que acompaña este texto, compartida por la archieparquía grecocatólica de Leópolis. En ella se puede ver a algunos huérfanos bautizados durante el tiempo pascual, con hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas ucranianas haciendo de padrinos. Junto con estos niños, todos podemos exclamar: «¡Gloria a ti, Señor!».