Existen dos definiciones de salud mental que son mis favoritas: una es del congreso de médicos y biólogos de lengua catalana del año 1976 y otra de Freud. La primera dice que la salud mental «es aquella manera de vivir que es gozosa, autónoma y solidaria». Es decir, pone el énfasis en el bienestar personal, partiendo del convencimiento de que el ser humano es único e irrepetible y, por lo tanto, necesita mantener su autonomía, lo que no es óbice para que tenga en cuenta al otro y sea solidario.
Y Freud, ya anciano —era el verano de 1939—, ante la pregunta de un periodista de qué era para él una persona sana, madura e integrada en la sociedad, respondía de forma breve e intuitiva: «Amigo mío, cualquier persona capaz de amar y trabajar». El periodista, que esperaba un largo discurso, se quedó sorprendido con la brevedad de la respuesta. Amar, como necesidad del ser humano de proyectar sobre otros sus propios afectos y también de recibir de los demás valoración y aprecio; y trabajar, no como sinónimo de realizar una tarea remunerada, sino, más bien, como la posibilidad que toda persona tiene de modificar la realidad y de crear.
La sociedad actual occidental es compleja y con muchas aristas que dificultan resumir su perfil psicológico. A grandes pinceladas, esta realidad la podemos describir por sus luces y sus sombras. Entre las primeras, podemos señalar su capacidad de solidaridad, puesta de manifiesto en las grandes catástrofes; la defensa a ultranza de la igualdad entre hombres y mujeres; el respeto por la naturaleza; el ser una sociedad no de bienestar, sino de cuidado; el poner en valor la cultura y la educación, y, por último, una revalorización de la salud mental, sobre todo después de la epidemia de la COVID-19, como una premisa indispensable para sentirnos sanos.
Las sombras de la sociedad actual se pueden identificar con los vínculos inestables; la búsqueda a ultranza de la seguridad; la tecnolatría como solución a todos nuestros problemas; la fobia al sufrimiento— y por eso necesitamos remedios eficaces e inmediatos a nuestro sufrimiento físico o psíquico—; ser la sociedad del descarte denunciada por el Papa Francisco, en la que los pobres, ancianos, personas con discapacidad, etc., como no producen, no tienen valor; la sobreinformación, que a veces nos abruma y nos incapacita para tomar decisiones y, por último, la tendencia a normalizar la violencia a través de la redes sociales y los medios audiovisuales.
Presentamos aquí algunos datos del Informe anual del Sistema Nacional de Salud (2023) que bien podrían constituir una radiografía de la salud mental en nuestro país. Por ejemplo, que el 34 % de la gente padece algún problema de salud mental. Los más prevalentes son los trastornos de ansiedad, los del sueño y los depresivos. Los primeros afectan al 10 % de la población, pero golpean el doble a mujeres (el 14 % los sufre) que a hombres (el 7 %). También los padecen tres de cada 100 menores de 25 años.
En España, la mortalidad por suicidio supone 8,8 muertes por cada 100.000 habitantes. En este caso, es mayor entre los hombres que entre las mujeres en todos los grupos de edad. En los mayores de 85 años, la diferencia llega a 45,4 fallecimientos por cada 100.000 hombres frente a 6,2 entre mujeres.
En contraste, el 75,5 % de las personas valora su estado de salud como bueno o muy bueno. Esta percepción positiva de la salud es más alta en personas con nivel educativo superior e intermedio que en aquellas con nivel inferior. Un último rasgo de la población de nuestro país en este ámbito es que los estilos de vida de la población se mantienen poco saludables.
Frente a esta realidad, el Plan de acción de Salud Mental 2025-2027 del Ministerio de Sanidad señala que en este período se deberían reforzar los recursos humanos en salud mental fortaleciendo la interdisciplinariedad. Otro objetivo para los próximos años es orientar el modelo asistencial en salud mental a un modelo más comunitario mediante acciones que potencien alternativas a la institucionalización y promuevan la prescripción social, ocupacional y cultural o la recomendación de activos en salud. También es necesario proteger los derechos humanos y la autonomía personal de los pacientes y eliminar el estigma asociado a los problemas de salud mental. Y, en relación con esto, garantizar el uso adecuado racional de psicofármacos, basado en la evidencia, la calidad del tratamiento y la seguridad en la prescripción.
Debemos centrar la atención en los grupos vulnerables y brindarles intervenciones específicas, con especial atención a la infancia y la adolescencia y a la salud mental perinatal. En este sentido, hace falta desarrollar un marco teórico y práctico sobre la relación entre trabajo y salud mental, así como su identificación y registro desde los sistemas sanitarios. Es importante por último integrar y promover la vigilancia epidemiológica, así como mejorar la identificación de datos de valor e información en salud mental, su registro, análisis y distribución para el desarrollo de sistemas de información de calidad.