Los vecinos de Ciudad Pegaso no tienen supermercado
Los vecinos de este barrio segregado de la capital por una carretera deben desplazarse a Canillejas para las gestiones más básicas. Absolutamente dependientes del coche, el robo de diez en lo que va de año ha sido un duro golpe
Para reunirnos con Ana María Navarro, nos desplazamos hasta el Metro de El Capricho, rodeamos el parque homónimo, cruzamos un túnel soterrado y caminamos por una vereda entre la avenida Séptima y la Sexta (aquí están bautizadas así) hasta llegar a la plaza de San Cristóbal, en el centro de Ciudad Pegaso, donde nos espera junto a una iglesia con el nombre del patrono de los conductores. «A muchos amigos, cuando les digo que vivo aquí, no saben dónde está», nos explica. El vecindario pertenece a Madrid, pero al estar encajonado entre la A-2 y la M-40, puede ilustrar una de las preocupaciones que el cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid, confesó a La Razón cuando desayunó con el periódico el 9 de abril: las «ciudades invisibles dentro de la ciudad», con una brecha social y situaciones de pobreza poco conocidas. «Hace falta visibilizar el barrio porque, si nadie pasa por aquí, nadie lo ve», añade nuestra guía. En lo que va de año, ha contabilizado diez robos de coches, lo que supone un duro golpe porque «para nosotros, es el único modo de transporte útil».
Paraguas en ristre, recorremos un barrio inaugurado en 1956 para los empleados de la Empresa Nacional de Autocamiones (ENASA). Con participación estatal, fabricaban los tráileres Pegaso que se siguen viendo por las carreteras, aunque ahora de elaboración privada. «Hace 50 años todos salían de aquí. Después la producción bajó muchísimo y a muchos chicos los despidieron o pusieron en un ERE», apostilla Navarro, casada con un trabajador de la planta. Como consecuencia, aunque «antes el barrio entero vivía de la fábrica», hoy el perfil de sus habitantes se ha diversificado. Se ve en el instituto, donde la vecina es presidenta del AMPA. Aproximadamente un 30 % de sus alumnos es de origen migrante, con 20 nacionalidades.




Pueden estudiar en las aulas que ceden los dos centros culturales pensados para los mayores, pero no hay biblioteca. Así que, para hacerse con un libro, hay que irse de expedición a la biblioteca municipal de Canillejas, donde gran parte de los vecinos hace también la compra y los recados más básicos. «Debería haber muchos más recursos para la gente joven, los adolescentes no tienen más ocio que ir al centro comercial», al otro lado de la carretera. «Como no gastan, no interesan y los acaban animando a marcharse», denuncia la vecina.
El plano urbano de Ciudad Pegaso presenta una estratificación social de manual. A un lado, bloques de viviendas de cinco alturas pensados para los operarios. Al otro, casas bajas divididas en cuatro para quienes fueron mandos intermedios. Y en lo alto, al otro lado de la avenida Séptima, en zona ajardinada y convenientemente vallada, los chalés de quienes fueron altos directivos. Tras un par de llamadas, nos colamos en una comida en una de las casas más sencillas. Carmen Salamanca, periodista jubilada y quien fue presidenta de la Asociación Vecinal Grupo 77 —en honor al tranvía que vertebraba el barrio y que ahora es autobús— insiste en que «el gran problema de esta zona es la movilidad».
«Llevamos toda la vida reivindicando una estación de Cercanías y otra de Metro, que al final nos ha pasado por al lado», explica. Aunque ha habido conquistas mayores, como «un instituto que abrió gracias a la presión popular» frente a la única alternativa que la Administración ofrecía a los chavales: ir a los de San Blas. «En este barrio ha habido bastante movimiento y, a principios de 1976, la iglesia estaba abierta a mucha gente que no era practicante», recuerda. Tanto es así que, aunque ella se confiesa «atea», «en la pandemia hicimos un grupo de voluntarios con la parroquia y asociaciones de vecinos de todos los pelajes para ayudar a la gente del barrio que tenía más problemas».
Primera acogida del aeropuerto
Aquellos perfiles vulnerables están fuera, no en Ciudad Pegaso sino hacinados en pensiones a lo largo de la autovía que sale de Madrid. Son en su mayoría personas migrantes que «nada más aterrizar se ponen en contacto con nosotros», nos explica el párroco, Gonzalo Colastro. Como la iglesia de San Cristóbal aparece en internet y está a un tiro de piedra del aeropuerto, «vienen aquí para saber qué pasos dar» para encontrar trabajo y regularizarse. «Cada semana atendemos a unas diez familias nuevas». En total, sacando de la lista a las que al poco tiempo consiguen valerse por sí mismas, son unas 180 a las que reparten alimentos. Aunque Colastro recuerda que «con la COVID-19, cuando todos se arruinaron, llegamos a atender a 560 familias».
Ana Toro, voluntaria en la Cáritas parroquial, explica que hace 15 años «éramos solo una monja y tres voluntarios, ahora somos 16 y no damos abasto». Centrados en su momento en la atención a unas pocas familias gitanas, ahora tienen en marcha todo un itinerario de inserción y derivación a recursos públicos. «Atendemos unos siete kilómetros en línea recta hasta prácticamente Coslada», explica la voluntaria, aludiendo a la carretera donde los usuarios se alojan como pueden. El 90 % son venezolanos, aunque la inestabilidad en Perú está alterando la proporción. «Llegan con un grado de pobreza tremendo, venden su casa de allí y su coche y solo tienen para pasar tres meses». Después de una primera acogida, se distribuyen en otros barrios. «Como en Madrid funcionamos con una base de datos muy potente, en las otras parroquias saben lo que hemos hecho y por dónde continuar», concluye.