Los poemas de Ray Bradbury, por fin - Alfa y Omega

Los poemas de Ray Bradbury, por fin

Javier Alonso Sandoica

Para aquellos que en la adolescencia devoramos Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, libro recomendable para leerlo casi inmediatamente después del destete, encontrarnos ahora con la aparición de una antología de sus poemas en español, es notición de portada. Hasta ahora no se habían traducido los poemas de Bradbury, y la editorial Salto de Página nos acaba de enviar este regalo póstumo. El escritor murió el 5 de junio del año pasado, laureado como uno de los más grandes cronistas norteamericanos. Pero haced la prueba: si queréis conocer a un escritor, no os marchéis por la senda de sus cuentos o novelas, la narrativa viene bien para el lucimiento. Meteos primero en la espesura de los versos; allí gravita su alma. Así pasa también con el Borges de la poesía, tan diferente del de los laberintos y espejos de su prosa.

Nunca había leído una sucesión de versos, tan llenos de Dios en su envés, como en los de Bradbury. Porque Bradbury habla de Dios en el espacio limitado de lo natural, no en el marco con pan de oro de lo ultramundano. Para el norteamericano, Dios se hace el dormido en el lado oculto de las cosas que suceden a diario: «El colibrí es la caligrafía de Dios, cuya letra es un símbolo en el aire que debo descifrar». Delante de los cuadros de Manet y Renoir, es incapaz de ahogar un grito de júbilo –«¡Por ambos doy gracias a un Dios amoroso!»–, y lo expresa de esta guisa, con signos de admiración, como si hubiera que amplificar la realidad por una fuerza inusitada que la sostiene. «Gracias a la vida, gracias a Dios, gracias a Cristo», dice en el poema titulado Un tiempo así es perfecto para vivir.

Tierno, tiernísimo, se vuelve cuando habla de su mujer. Estuvo casado cincuenta y seis años con Maggie, a la que un 27 de septiembre le regala un poema de esos que sólo se leen al oído: «Hemos sobrevivido entre empujones fuertes y sacudidas suaves. Querida Mag, aquí tienes el último regalo de mi amor absoluto».

A él siempre le acompañaba lo invisible, no como la lupa al áspero científico, con la que sólo accede a texturas, pesos y procesos. Para Ray, «conocer lo insondable es lo mío». Por eso, la suya era una filosofía poética que buscaba en lo visible una explicación razonable, como un pareado de alejandrinos que emparejaran todo a la primera: el mar, la arena, el viento, el cielo. La edición que se acaba de presentar es bilingüe, acierto que gustará al que conoce el idioma del autor, ya que muchos sentimientos primigenios están traducidos un tanto a medias.