Los invitados al convivio
Preparaba ayer el funeral de una persona mayor, tenía delante a su hija y me hablaba de las reacciones maravillosas que tienen los niños cuando dan rienda suelta a sus intuiciones. La nieta de seis años se entera de que la abuela ha fallecido y todos quieren consolarla: «La abuela ya está con el abuelo, se ha encontrado con sus familiares, con sus amigas…». La niña de repente interrumpe la perorata y dice: «Muy bien, pero lo más importante es que está con Dios». Con las ganas de consolar, se habían olvidado del anfitrión.
Sin embargo, no les falta razón a los que pintan el cielo como un convite (convivio, usando la jerga del Dante) entre los amigos del novio. Así lo dice el profesor Franco Nembrini: «Si hay un Paraíso, debe estar en él mi mujer, mi padre y mi madre, mis hijos, mis amigos, las cosas que he amado en esta tierra, hoy, ayer y mañana. Y la hierba –diría san Francisco–, y las nubes y la lluvia y el agua». Esto de vivir consiste en apegarse a las cosas más hermosas que uno va llevándose hacia arriba. Muchos de nosotros queremos encontrar un cielo perfectamente audible, con una perpetua banda sonora. Es verdad que se nos aseguran los coros de los ángeles, pero a nosotros lo que nos importa es que la música la siga componiendo Mahler, Mozart, Beethoven, los amigos que aquí tuvimos y que nos rompieron el corazón con su belleza. Y pasa también con la literatura: aquí no hubo ocasión de dar abrazos a los que murieron pero nos hacen felices con sus obras. Obsérvese que hablo de la felicidad presente que nos procura el escritor que quizá falleciera en el Siglo de Oro.
Hace 65 años de la muerte de Cesare Pavese, aquel que dejó escrito: «Todos buscan al escritor, todos quieren hablarle, todos quieren servirse de él, pero ninguno le ofrece un día de simpatía total, de hombre a hombre». Dan ganas de cumplir su deseo. Llevo estos días una lectura atenta de los quince últimos años de su vida, recogidos en su célebre dietario El oficio de vivir (editorial Seix Barral), en el que da cuenta de su desencanto con el Partido Comunista y de su cada vez más creciente soledad: «Mi parte pública ya la hice, hice lo que podía hacer. Trabajé. Di poesía a los hombres, compartí las penas de muchos». Le faltó más vida para encontrarse con Dios en la tierra, pero nadie ha expresado con tanta lucidez hasta dónde pueden llegar los anhelos más profundos del hombre: «¿Acaso alguien nos ha prometido nunca algo? Y entonces, ¿por qué esperamos?» Allí, en el cielo, tiene que haber libros, pero sobre todo autores, los que nos pusieron calor en la manos.