Los frutos espirituales de los mártires, en sus familiares directos. Así en la tierra como en el cielo - Alfa y Omega

Los frutos espirituales de los mártires, en sus familiares directos. Así en la tierra como en el cielo

Lo pedimos cada día en el padrenuestro: que Tu voluntad la hagamos los que vivimos la fe en esta vida, así como la hacen tus hijos que ya están en el cielo; alabar y bendecir al Señor, y amarle a Él por encima de todas las cosas; por encima, incluso, de la propia vida. Todo ello lo han aprendido de los mártires sus propios familiares

Redacción
«¡A éste no lo matéis, que nos daba de comer!»
Don Pedro Sadurní y doña María Almudena Roch, sobrino nietos del beato Pedro Sadurní, mártir de la Sagrada Familia

El Beato Pedro Sadurní, mártir de la Congregación de los Hijos de la Sagrada Familia, era profesor del colegio San José, de Tremp (en Gerona). En agosto de 1936, fue detenido junto a parte de los Hermanos de su comunidad, encarcelado, atado con sogas por los codos y fusilado, junto a 72 sacerdotes. Dos nietos de sus hermanos, don Pedro Sadurní y doña María Almudena Roch, cuentan que, «cuando lo fueron a matar, un miliciano dijo: ¡A éste no lo matéis, que nos daba de comer!, porque él no sólo era profesor, sino que se encargaba de dar de comer a los chicos y a los jóvenes que no tenían dinero. Era un hombre muy listo, de mucha cultura, pero también era un hombre muy bueno que se preocupaba de los demás y cuidaba de los alumnos más pobres. Al final, lo mataron porque era cura, sólo por eso». Don Pedro y doña María Almudena explican que, «desde pequeños, siempre lo hemos tenido por santo. Nuestra familia nos explicaba que, cuando empezó la guerra, él ayudaba a los alumnos a escapar, para que no los mataran por ser católicos. El día que lo cogieron, hubiera podido huir también él, pero se quedó con otro religioso, que era mayor que él y no podía escapar». Era el sacerdote Juan Cuscó, su Hermano de familia religiosa, y que pocas horas después sería hermano de sangre derramada en el martirio. Su ejemplo «siempre lo hemos tenido muy presente. Nuestro abuelo fue un hombre muy religioso que nos hablaba de él, y el ejemplo del padre Pedro nos ha hecho convencernos más de que la fe es verdadera», concluyen.

«¡Tío! ¿Es que no puedes hacer nada por mamá?»

Irene Cruchaga, Araceli Zuraide, Carmen y Mercedes Pardo son primas, y sobrinas directas del Beato Ramiro Sanz de Galdeano, el más joven de los benedictinos de El Pueyo, que recibió la palma del martirio con sólo 25 años. Ellas, como el resto de su familia, «desde niñas hemos sabido que teníamos un tío que murió mártir. Para nosotras siempre ha sido un santo, y por eso nos ha alegrado mucho que ahora la Iglesia lo reconozca». De hecho, doña Mercedes explica que su madre, hermana del Beato y que ahora tiene 98 años, «está viva para ver este momento, está viva gracias a su hermano». Y no es sólo una forma de hablar: «Hace unos meses, en julio, mi madre se puso muy mala y tuvimos que llevarla al hospital. Ella siempre ha tenido una fe muy fuerte, pero últimamente más, porque sabía que iban a hacer Beato a su hermano. Así que, temiendo que se muriera, recé al tío Ramiro, como he hecho muchas veces: ¿Qué pasa, tío? ¿Es que no puedes hacer nada por mamá, para que te vea Beato? Y ella al final se curó», para pasmo de los médicos. A la familia no le extrañó, «porque el tío siempre nos ha ayudado muchísimo, y le hemos pedido muchísimas cosas. Al tío Ramiro no le rezamos padresnuestros de carrerilla, no. Hablamos con él como con una conversación normal: Échame una mano; gracias por esto…». O sea, con la familiaridad de los familiares. Y claro, este trato con el mártir desemboca en familiaridad también con Cristo: «Ver que, con 25 años, fue capaz de dar su vida así, te hace pensar que la fe tiene que ser algo importante, de verdad, no sólo una idea bonita. Cuando tenemos dudas o problemas, pensar en su ejemplo nos da esperanza y nos ayuda a rezar. Nosotras siempre hemos sabido que él nunca se metió en problemas, que era mártir sólo por Jesucristo, y que aunque se podía haber salvado por mediación de un familiar, quiso ser fiel a Dios y a la Iglesia. Cuando nació, su madre (la tía Valentina) estuvo a punto de morir, y su padre le dijo a Dios: El niño te lo entrego a ti, pero a Valentina déjamela. Al final la tía Valentina se curó, y el niño, que desde pequeñito quería ser fraile y fue monaguillo, pues ya ves… terminó mártir». Algo que ha derivado en que, «en la familia, siempre hayamos vivido la fe, y estamos implicados en la Iglesia, colaboramos en la parroquia…». Porque la santidad del tío Ramiro es la mejor herencia para los suyos.

Responsabilidad y entusiasmo de ser hermano

De todos cuantos estuvieron en la beatificación del pasado domingo, Vicente y María Huguet Cardona son dos de los familiares más directos de un mártir. A sus 92 años él, y 87 años ella, son hermanos carnales del Beato Juan Huguet, el primer sacerdote martirizado en Menorca al inicio de la guerra. Cuando murió, hacía sólo un mes que Juan había recibido la ordenación sacerdotal, y por eso, don Vicente, que entonces tenía 15 años, explica que «fue un golpe durísimo para mi familia. Mi madre tenía muchísima ilusión de ver a su hijo sacerdote, así que imagínate lo que es perder a un hijo, y más en esas condiciones. Pero ella siempre decía que, por lo menos, había podido enterrar a su hijo, no como las madres de otros sacerdotes que no los encontraron jamás; y que prefería ser la madre de un mártir, a ser la madre del que hubiese matado a un mártir». No obstante, el joven Juan había intentado ir preparando a los suyos para tan doloroso desenlace: «En muchas cartas que nos escribía, nos avisaba de lo que podía pasar, porque la cosa se iba poniendo muy fea. Un día, en la cocina, le dijo a mi madre: Madre, ¿a usted le gustaría tener un hijo mártir? Porque él era feliz pensando en ser mártir, o sea, en poder vivir su fe, su amor a Dios, hasta el final». El dolor por tan trágica pérdida y por la violencia que se desató contra los católicos de Menorca podría haber derivado en el rencor y la ira de los Huguet al acabar la guerra, pero nada más lejos de lo que sucedió: «Yo recuerdo el odio de mucha gente durante la guerra, que dejó a la Iglesia muy dañada. Nosotros teníamos el dolor siempre ahí, pero la Iglesia nos enseña a perdonar. Y eso fue lo que hicimos: los perdonamos», dice don Vicente. Ahora, explican que, «para nosotros, ser hermanos de un mártir es una responsabilidad. A veces pensamos que no somos dignos de tener un hermano mártir, pero, en realidad, serlo nos ayuda a vivir la fe con mucho más entusiasmo». De hecho, don Vicente concluye: «Para mí, es una enorme responsabilidad. Yo siempre he vivido la fe muy intensamente, y en parte es gracias a mi hermano. En estos años, ¡han pasado tantas cosas en el mundo y en la Iglesia! Ahora, al ver a mis hijos y mis nietos, que son muy majos y tienen fe, pero que no la viven tan arraigada en su día a día, siento la responsabilidad de darles mi ejemplo de vida y mi testimonio de fe en Jesús, igual que lo hizo mi hermano».

«Mi fe vale más que la vida»

María Teresa Sánchez, sobrina carnal del Beato Pedro Sánchez Barba, cuenta que los milicianos se llevaron a los tres mayores de una familia de cinco hermanos, uno de ellos Pedro, el cura. Dispararon contra dos de ellos, pero a un hermano suyo sólo pudieron herirle, salvando así su vida. Don Pedro, sin embargo, murió por los disparos. Ante las demandas de los milicianos, no quiso renunciar a su fe, ni siquiera quitarse la sotana. «Mi fe vale más que la vida», les decía. Y antes de morir pudo despedirse de su familia, a los que pidió encarecidamente «que no odiaran a nadie, y que perdonaran» a sus verdugos.

Todo eso lo han vivido en su familia, y hoy María Teresa cuenta que nunca ha habido odio ni deseos de venganza. «Lo teníamos prohibido –explica– y, fuera de las discusiones normales, nunca hemos discutido fuerte ni nos hemos llevado mal: eso nos lo enseñaron nuestros mayores». Así, con el corazón libre, hoy puede disfrutar de «la ilusión que me ha hecho esta beatificación. Porque para nosotros, el tío Pedro ha sido un ejemplo de bondad, y nos ha enseñado a perdonar. Él era todo perdón».

No quiso abandonar a sus enfermos

Doña María Ballesteros, sobrina carnal del Hermano Hospitalario Honorio Ballesteros, apenas puede hablar de lo emocionada que está. Ha acudido a la beatificación junto a su hijo Fermín, y comentan del Hermano Honorio que, en su casa, siempre han estado «muy contentos y orgullos» de tener un mártir en la familia. María cuenta que el testimonio de su tío no fue improvisado, que ya estaban orgullosos de toda la labor que hizo cuando fue destinado por la Orden a trabajar en América. Y resalta que, una vez en España, cuando las cosas se pusieron feas, «tuvo la oportunidad de marcharse, pero no lo hizo. Él no quiso renunciar a su fe, y tampoco quiso dejar abandonados a sus enfermos para salvar la vida». Por eso, un testimonio así «te ayuda mucho a vivir tu propia fe».

Una Navidad clandestina

«De verdad, ¿quiere usted conocer nuestra historia? ¿De verdad quiere usted saber lo que pasó?»: cuando a un periodista le dicen algo así es que está a punto de escuchar una buena historia. La cuenta Montserrat Pahí, que fue a Tarragona junto a sus hermanas María Dolores y Ana María para celebrar la beatificación del Beato Jerónimo Fábregas: «Mi familia tenía una masía en el campo, que durante la guerra fue ocupada por la IV División del Ejército republicano, montando allí unos barracones. En nuestra casa, mi familia vivía en la primera planta, dejando la planta baja como enfermería de campaña. Entre aquellos soldados, mi madre se fijó en que uno de los enfermeros de la División era algo distinto y especial. Una vez que se cruzaron por la casa, mi madre le preguntó: ¿Usted es…?, contestó él. Eso sólo bastó para saber que aquel chico, Jerónimo Fábregas, era sacerdote. Entonces mi madre le invitó a celebrar clandestinamente la Misa y confesar en nuestra casa, por la noche, en unas celebraciones a las que venían algunos soldados que a la mañana siguiente se iban al frente, a la batalla del Ebro, y que aprovechaban para confesarse con él. Mosén Jerónimo subía por la trampilla por la que se daba de comer al ganado, y una vez arriba celebraba la Misa con una copa de cristal que servía como cáliz: ofrecíamos lo mejor que teníamos para celebrar la Santa Misa. En la noche de Navidad de 1938, hizo la Primera Comunión Ana María (en el centro de la foto). Eran unas celebraciones impresionantes; tanto, que uno de los soldados vivió una noche tan feliz que no pudo menos que contarla por carta a sus padres. Pero esa carta fue interceptada, y tanto ese soldado como otros soldados que participaban en las Misas, así como mi padre y el mismo mosén Jerónimo, fueron detenidos. A mi padre, al final, lo soltaron, y otros presos lograron escapar, pero mataron tanto al chico de la carta como a mosén Jerónimo. Desde entonces, en mi casa, le hemos tenido mucha devoción; mi padre tuvo una vez una úlcera cancerosa en el estómago, con muchas hemorragias y con muy mal pronóstico. Entonces mi madre rezó a mosén, y se curó; y luego vivió 40 años más».

Intercesores, y también modelo de vida

Los Beatos mártires son venerados como intercesores, y también son un modelos de vida y de santidad para todo cristiano. ¡Cuánto más en el seno de sus propias familias! Dos ejemplos: don Antonio Ramírez tenía 5 años cuando mataron al sacerdote operario diocesano don Miguel Amaro, primo hermano de su padre. Cuenta que, en su casa, el nuevo Beato fue siempre «un modelo de santidad», pero también han recurrido a él en los momentos difíciles. Cuando a don Antonio le diagnosticaron un cáncer de vejiga en grado 5, el médico que le atendió le dijo que no se podía hacer nada, pero la súplica al Beato Miguel le obtuvo la curación, hasta el punto de que se curó y, en una de sus revisiones, el oncólogo le dijo: «Está usted hecho una fiera».

Y, si importante es la salud del cuerpo, más importante todavía es la salud del alma. Lo sabe bien don Ramón García Chico, que ha vivido en su familia un liberador testimonio de perdón, que ha alcanzado no sólo a sus familiares, sino a los propios asesinos. Él también tenía 5 años cuando mataron a su tío, el sacerdote don José García Librán, y de él fue la última persona de la que pudo despedirse antes de ir al cielo. Cuenta que, después de la guerra civil, «en mi familia no quisimos guardar nada de rencor», y ese perdón sanó sus heridas…, y las de los responsables de su asesinato: «Una vez llegada la democracia, el Presidente del comité que condenó a mi tío don José, vino a verme, y me contaba muy emocionado, con un ansia y un agradecimiento muy grandes, cómo mi abuela, en su día, le había perdonado por la muerte de su hijo».

«No puedo blasfemar. ¡Mi sitio es el cielo!»

Al seminarista Manuel Aranda Espejo, la vocación le llegó a través de los libros religiosos que le prestaba su hermano, el padre de María Luisa Aranda. Hoy, desde la explanada de la beatificación, María Luisa da varios detalles de la vida del Beato Manuel, que dan cuenta de un chico de 20 años que coronó con el martirio una vida completamente entregada a Dios por amor. Por ejemplo, que al recibir la vocación fue tanta la ilusión que tenía por ser sacerdote que en un año hacía dos cursos de estudios; o que, siendo ya seminarista, iba por los cortijos y, al ver a tantos niños sin bautizar y con tantas dificultades para recibir el Bautismo, los bautizaba él mismo, de la pena que le daban; o que, en el Seminario, al preparar la Misa del día siguiente, le daba un beso al pan, «para que el primer beso que recibas mañana al venir en la consagración sea el mío…».

Manuel fue detenido y martirizado antes de ordenarse, y su testimonio es hoy un modelo para seminaristas y sacerdotes. Fue conminado a blasfemar en muchas ocasiones, pero él se negó. Le daban culatazos con la escopeta y le amenazaban: «Si no blasfemas, te matamos». Pero él respondía: «No puedo blasfemar. ¡Mi sitio es el cielo!». Le llevaron a cavar una zanja y le dieron una última oportunidad de blasfemar para así salvar su vida, pero él repitió: «¡Mi sitio es el cielo!», y murió gritando: ¡Viva Cristo Rey! De él, su familia ha guardado el mejor de los recuerdos y, siguiendo su ejemplo, nunca han guardado rencor a nadie. María Luisa señala que «mi padre y su hermano se cruzaban en el pueblo con el asesino de su hermano, pero nunca quisieron represalias. Dios me lo dio, Dios me lo quitó, decía mi abuelo». Así han vivido, libres, hasta el día de hoy.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
José Antonio Méndez

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