Los escalones de Emilia al Cielo
La Canastera, como así se la conoce, se convierte este sábado en la primera beata gitana del mundo. Junto a ella, serán beatificados otros 114 compañeros, mártires durante la Guerra Civil
Emilia Fernández Rodríguez, conocida popularmente como la Canastera sube a los altares este sábado junto con otros 114 mártires de la fe durante la Guerra Civil. Es 25 de marzo, fiesta de la Anunciación de la Virgen María, a quien tanto rezó la primera mujer gitana beata en la cárcel a través del Rosario. Es, de hecho, mártir del rosario.
Pero Emilia no es una mártir al uso; ella no fue asesinada de forma directa. No fue ejecutada. Es, como muchos lo han sido antes, mártir por los sufrimientos. Penurias que encontró en la cárcel, allí donde estaba esperándola Dios. Porque, aunque fue bautizada el mismo día de su nacimiento, la vida de esta mujer gitana no estuvo nunca cerca de la Iglesia. No se tiene constancia de que hubiese recibido catequesis, ni siquiera la Primera Comunión. Es tras ser conducida a la cárcel por ayudar a su marido a evitar ir al frente, poco después de casarse y embarazada, cuando descubre la fe a través de un grupo de mujeres de distintas condiciones –casadas, viudas, solteras y religiosas– que rezaban el rosario por las tardes. Aprendió entonces el padrenuestro, el avemaría y el gloria y, por tanto, el rezo del rosario, de la mano de Dolores del Olmo, aunque nunca supo de memoria las letanías. «Es en este momento, cuando descubre a Dios, que su vida cambia completamente. Deja de llorar y estar triste, y vuelve a ser la gitana alegre y simpática que había sido», explica a Alfa y Omega Martín Ibarra Benlloch, doctor en Historia y autor de Emilia la Canastera, editado por Palabra.
Para entonces, la nueva beata ya había subido algunos de los escalones que le han llevado al cielo: admitir la amistad con el otro en la cárcel; aprender a rezar el rosario; dejarse catequizar y tener un mayor deseo de Dios; escuchar la vida de los santos; y descubrir la Iglesia con aquellas mujeres en la cárcel, como una Iglesia en las catacumbas. Pero le quedaban algunos más, marcados, sobre todo, por el sufrimiento.
Uno de ellos fue el de superar el hambre que reinaba en la prisión, que era más un intento de exterminio deliberado que falta de víveres. En el caso de Emilia, la situación era doblemente grave, pues estaba encinta. Esta circunstancia la aprovechó la jefa de la cárcel, Pilar Salmerón, para chantajearla a cambio de comida y favores; solo le tenía que decir quién le había enseñado a rezar, quién era su catequista. La conmina incluso a apostatar. Se niega, «entiende que la verdadera libertad es la interior», reconoce Ibarra Benlloch. Así acaba Emilia en una celda de castigo, sola. Lo cuenta su propia catequista, según recoge el citado libro: «Esta muchacha que se encontraba condenada a seis años por haber evitado que su marido marchara al frente, a pesar de las falsas promesas de Pilar Salmerón y que ella creía ciertas, se negó en absoluto a delatar a la que le había enseñado a rezar; entonces, Pilar Salmerón, sin tomar en cuenta su estado la recluyó en una celda, dejándole en el mayor abandono y al dar a luz sin que se le prestase ninguna ayuda facultativa, e incluso le negó alimentos, ropas y elementos de higiene necesarios, muriendo a consecuencia de esto a los ocho días».
Subió así los escalones de la no delación de su catequista, el del cuidado de su maternidad aunque le cueste la vida y, finalmente, su abandono a Dios, pues entre grito y grito de dolor, reza junto a sus compañeras. Para Ibarra, lo más significativo de Emilia es «su entereza ante la adversidad y su capacidad de sufrimiento. Su humanidad y buenos modales. Su capacidad de observación e inteligencia natural. El darse cuenta de que debía volver a Dios a pesar de sus circunstancias dramáticas. El recurrir a la Virgen María, a través del rezo del rosario, para conocer más y mejor a Jesucristo. Emilia, que en el mismo día de su nacimiento fue bautizada, murió como cristiana ejemplar».
Son los escalones hacia la santidad de una mujer gitana como tantas; trabajadora como tantas, alegre y piadosa, leal y buena madre. Es, en definitiva, un buen ejemplo de que siempre hay tiempo para volver a Dios y que la santidad es posible.
La causa en la que se incluye Emilia está formada por un total de 115 mártires, de los que 95 son sacerdotes –92 diocesanos, dos operarios diocesanos y un franciscano– y 20 laicos, entre ellos dos mujeres. Todos eran naturales de Almería y su diócesis o residentes en su territorio en el tiempo de la persecución religiosa en la que fueron martirizados, entre 1936 y 1939. Entre los laicos había personas de toda condición y pertenecientes a distintas organizaciones eclesiales. Los hay que eran adoradores nocturnos; otros de Acción Católica o de la Asociación Católica de Propagandistas. Había abogados, agricultores, ingenieros de minas, amas de casa, maestros, farmacéuticos… que no dudaron en dar su vida por la fe. Más aún: dieron la vida perdonando a sus verdugos.