Vengo sosteniendo desde hace tiempo que el catolicismo dispone de los mejores recursos morales para enfrentarse a la crisis que sufrimos. Debería ser algo obvio para los creyentes, pero tal convicción ha sido bloqueada por la costumbre de recluir nuestra conciencia en una avergonzada privacidad y de aceptar sumisamente que podamos proclamar el mensaje de la caridad y la compasión, pero nunca ofrecer las propuestas sociales que nos identifican, como si fuera una intolerable intromisión de la Iglesia. Hay quien confunde el carácter laico del Estado con el silencio humillante de los cristianos. No existe constancia histórica de una marginación tan voluntaria de los asuntos públicos por parte de la Iglesia como la que se da en estas horas de pesadumbre. No hay memoria en el tiempo de una abdicación de derechos y obligaciones tan gratuita. Recuerde el alma dormida que esa vejación nada tiene que ver con la humildad exigible a nuestro apostolado ni con el respeto que debemos a quienes no piensan como nosotros. Avive el seso y despierte al considerar que el mensaje de Cristo no es un patrimonio institucional del que hacemos uso a nuestro antojo, sino el fundamento de toda una civilización, de cuya custodia somos herederos y de cuya fuerza para dar orientaciones de conducta a los hombres somos responsables.
En dos grandes ocasiones del pasado, el catolicismo fue capaz de erguir su propia alternativa en un mundo angustiado. La primera fue aquella en la que el espíritu humanista del Renacimiento generó un tremendo equívoco sobre el concepto cristiano de la libertad del individuo y la adaptación de la Iglesia a la modernidad. El catolicismo defendió claramente la libertad del hombre, susceptible de salvarse o condenarse de acuerdo con la acomodación de su fe a sus obras. El católico no era alguien que creía menos en Dios que en la Iglesia, como se dijo de él en la Europa de la Reforma. Era un hombre cuya fe le empujaba a adquirir un compromiso terrenal exigente como forma de vivir su relación con Dios. Frente a la crisis protestante, en Trento venció un catolicismo reformado que se entregó decididamente a la defensa del individuo forjado por la modernidad renacentista. No venció una institución irascible que imponía sus fanáticos dogmas y su despiadada autoridad a un mundo oscurantista. Venció una idea del hombre en pleno uso de su libertad, que desplegaba su autonomía en la voluntaria inclusión de su vida en el diseño magnífico de la Creación. Y venció, claro está, la afirmación de una existencia colectiva como cristianos, dotada de una institución inspiradora creada por Jesús, y obligada a orientar las rutas morales de nuestra conducta para preservar siempre la dignidad de todos.
Emancipación y salvación
En los comienzos del siglo XX, cuando el mundo entró en erupción, y el totalitarismo vertió su lava de barbarie sobre los pueblos, poniendo en grave riesgo el concepto mismo de humanidad, el catolicismo señaló dónde se encontraba la libertad intangible del hombre, dónde se hallaba el alma hecha a semejanza de Dios que no podía vulnerarse. Para nuestra vergüenza, demasiados miembros de la Iglesia callaron, también entonces. Demasiados pastores quisieron negociar un compromiso que salvara algunos islotes en aquella marea devastadora. Demasiados intelectuales de la Iglesia que debían haber previsto el mal social ensuciaron la historia del cristianismo con su apocada o entusiasta entrega al despotismo. Pero la fe de algunos católicos dio testimonio. Lo dio en los campos de exterminio nazi, lo dio en la lucha contra la opresión soviética, lo dio en la asistencia a las víctimas y, muchas veces, en el sacrificio de los sacerdotes o de los jóvenes militantes de Cristo ante la injuria.
Hace cincuenta años, la lucha contra la opresión de los humildes de la tierra dio lugar a la llamada teología de la liberación. Con las palabras del Evangelio en los labios y en los discursos políticos revolucionarios, hubo quien consideró posible que la violencia se inspirara en la cólera de Jesús contra los mercaderes del templo. Una violencia que deshumanizaba a quien la ejerce, un resentimiento que arrancaba la dignidad al pobre. A la Iglesia correspondió restablecer la síntesis entre emancipación y salvación, recordando que toda buena teología, todo estudio y divulgación correcta del mensaje de Cristo es liberación. Y que no existe liberación posible ni promesa de salvación donde existe el odio y el derecho a matar.
Los católicos tenemos mucho que decir ante una crisis que es fractura de civilización, no mero retroceso económico. Debemos indicar cómo han de vivir los cristianos esta situación, cuáles son sus deberes como ciudadanos, cuál es la conducta recta del gobernante, cuáles son los derechos por cuya vigencia hemos de pelear, a palabra tendida. Debemos decidir si nos corresponde este silencio ominoso, flanqueado de solemnes llamamientos a una fraternidad a la que no se le exigen concreciones. O lo que se nos asignó, hace dos mil años: la defensa de los débiles, la protección de los humildes, la condena del oprobio y la indiferencia. Callar, transigir, mantenernos al margen es algo más que una muestra de fragilidad. Es, pura y simplemente, un pecado. Por este silencio hay muchos hermanos que sufren y ponen en riesgo su alma, al no hallar consuelo ni cobijo en el Evangelio. Por este silencio habremos de ser juzgados.