Siempre he valorado mucho a mis amigas. Y hablo en femenino porque hay un componente de comprensión, baile de hormonas y lloros casi obligados una vez al mes que nos unen indefectiblemente. Pero últimamente, cuando en mi vida se están dando más duras que maduras, todas han salido al paso sin dudarlo. Cada una desde sus circunstancias, capacidades o sensibilidad. Cuando no entiendo al ser humano, mi amiga Angie se engancha al teléfono y analiza conmigo las luces y miserias que nos rodean. Cuando llego al vecindario y tengo que enfrentarme a lo que me espera, mi amiga Ana me abraza y me anestesia contra todo mal. Cuando me voy a dormir, mi amiga Zu me transporta a un campo en el que juntas, tumbadas en el césped, vemos las estrellas. Cuando me duele la cabeza de tanto pensar —no suelo— mi amiga Coro me llama al telefonillo para pasear sin rumbo fijo. Cuando necesito que me recuerden lo importante, mi amiga Tiz me coloca. Cuando me falta el ánimo, mi amiga Ursu me envía Unstoppable. Cuando me siento sola, mi amiga Sara me dice que siempre estaremos juntas. Y yo, que no suelo pensar en mí, me siento bendecida y deseo devolver todo el bien que me han hecho.