Lo rutinario y lo inesperado - Alfa y Omega

Durante estos días muchos amigos lamentan la vuelta a la rutina. Yo, para amortiguar un poco el golpe, he tratado de vivir, en la casi siempre insatisfactoria medida de lo posible, un verano rutinario, con su puntito kantiano. Me reservaba un momento —siempre el mismo— para comer, para leer, incluso para escribir, y varios para hacer lo que mejor se me da: absolutamente nada. La única decisión que dejaba al arbitrio de mi ánimo diario era la de si playa o mejor, en cambio, piscina. En este sentido, no tengo ningún regreso a la rutina que lamentar porque le he sido celosamente fiel, porque he vivido en ella durante todo este tiempo, chapoteando con la alegría del niño que aún ignora la existencia del mal.

Soy consciente, en cualquier caso, de que muchas personas sí tienen algo que lamentar porque no han vivido un verano rutinario, sino frenético, uno basado en la novedad y no tanto en la costumbre. Entiendo su luto, cómo no, pero, de haber vivido unas vacaciones así, estaría deseando el regreso de la grisácea usanza. De hecho, hay algo en el contemporáneo rechazo de la rutina que me desconcierta. Renegar de ella es, en verdad, renegar de la vida misma, pues solo un bárbaro podría concebir una cotidianidad sin costumbre. El hombre civilizado es, ante todo, un animal rutinario, un misterioso ser que pudiendo elegir grosso modo la forma de vida que le plazca, pudiendo elegir un cambio ininterrumpido, una sucesión de imprevistos prolongada en el tiempo, decide vivir rutinariamente, acaso consciente de que cuanto es digno de hacerse es digno de hacerse infinitas veces.

Cuando el hombre contemporáneo llora, pesaroso, la vuelta a la rutina, lo que está llorando en verdad es la vuelta a una mala rutina, a una que tal vez se le antoje insustancial o inhumana. Si bien es cierto que una mala rutina conspira contra el gozo, también lo es que una buena lo multiplica hasta el infinito. El hombre que acostumbra a cenar a diario con su mujer o a acostar a sus hijos tras haberles leído un cuento no solo no maldecirá su hábito, no solo se resistirá a concebirlo como el origen de sus desdichas, sino que lo celebrará como un chispazo de eternidad en un mundo mayoritariamente anodino, como su tabla de salvación en un contexto hostil.

Pero no se trata únicamente de que la rutina nos salve. Se trata también de algo en lo que el hombre contemporáneo, bulímicamente ocupado en la búsqueda de novedades, no suele reparar. Allá donde todos vemos un conflicto tan solo hay una complementariedad. Lo rutinario no es tanto la antítesis de lo imprevisto como su condición. Del mismo modo que debe existir una norma para que la excepción se produzca, tiene que haber una rutina para que lo imprevisto acontezca. A menudo olvidamos que Dios solo puede desbaratar nuestros planes a condición de que antes los hayamos hecho. Lo inesperado presupone una espera, lo sorprendente exige una normalidad. No concebiríamos lo imprevisible si no hubiera una previsión. La abolición de la rutina implicaría una institucionalización del imprevisto y la institucionalización del imprevisto conllevaría también, por pura lógica, su supresión. Lo inesperado ya no es inesperado cuando es lo único que cabe esperar.

Además, la rutina es el ámbito en el que lo sorprendente acontece también en otro sentido. Dice Chesterton en alguna de sus obras que el aburrimiento «es una cualidad de la persona que lo siente y no de aquello que lo produce». Tiene, como casi siempre, toda la razón. Cualquier hombre mínimamente perspicaz reconocerá que eso que llamamos cotidianidad es, contra lo que se piensa a menudo, una trepidante sucesión de imprevistos. Los compañeros de autobús rara vez son los mismos que los de ayer. Cada mañana las nubes dibujan un garabato distinto en el cielo. Nuestro regreso a casa desde la oficina será siempre nuevo: nuevos rostros, nuevos sonidos, nuevos y humildes milagros. Tras la sensación de tedio hay casi siempre una mirada desatenta, insensible a los prodigios del día. Acierta quien recuerda que rutinario no es sinónimo de igual, sino de ordenado. La rutina no elimina lo novedoso; tan solo lo ordena.

Los días se acortan, la noche avanza, y solo la costumbre —¡la siempre desdeñada costumbre!— nos librará de la tristeza.