Listos inútiles - Alfa y Omega

Suele decirme mi abuelo Vicente que en las ciudades no tenemos ni idea de , que por no saber no sabemos ni calentar agua pa afeitar al rorro. A veces cambia el «en las ciudades» por «los chicos de ahora», que para el caso es lo mismo, pues «los chicos de ahora» somos casi todos, al menos aspiracionalmente, modernos urbanitas emancipados incluso del lugar en el que nos tocó nacer.

Podemos haber crecido en la Mancha profunda, como es mi caso, que nuestras aspiraciones, preocupaciones, los debates en los que nos afanamos en Twitter como si nos fuera la vida en ello y nuestra visión del mundo se parece cada vez más a la de un chaval de Nueva York y a la de una muchacha de Tokio. O eso, al menos, parece que intentamos día a día, pensándonos, paradójicamente, cada vez más especiales.

Mi abuelo Vicente tiene 84 años y fue hasta los 6 a la escuela de los cagones, que es como se le decía en mi pueblo a la guardería cuando a las cosas se las podía nombrar con gracia y no con remilgo. Después se puso a trabajar y aprendió a leer con un maestrillo de escuela que iba a su casa por las tardes, porque las mañanas tenía que dedicarlas a trabajar. A excepción de unos años que emigró a Alemania, como tantos españoles, para hacer algo de dinero para sus ocho hijos y su borrica, que se llamaba Virtudes, le dedicó toda su vida a trabajar el campo.

La mayoría de sus nietos, sin embargo, no sabemos ni podar ni escardar remolacha. Tampoco cómo se hace un arriate ni cuándo florece el almendro. Tenemos, eso sí, algunos de nosotros, unas cuantas carreras, unos cuantos másteres y unos cuantos títulos de escuelas de idiomas, lo que no deja de ser un triunfo, además de para nosotros mismos y para nuestros padres, para mi abuelo, que siente que, como las mariposas monarca, en lo que él no pudo hacer le tomamos el relevo. Que sus esfuerzos y sus años lejos y los callos de sus manos merecieron la pena. Y sin embargo, tenemos que callarnos y darle la razón cuando nos dice que no sabemos de .

Porque lo trágico –que también– no es desconocer el calendario de florecimiento de los árboles ni el nombre de cada viento de la zona como hace él. Lo grave es que tampoco tenemos ni la mitad de claro que nuestro abuelo cuáles son las cosas que importan. Pensé mucho en ello cuando murió mi abuela, que pasó más de 60 años a su lado. Reparé entonces que a ninguno de los dos no les había hecho falta leer a Erich Fromm ni a Eva Illouz para saber a ciencia cierta lo que era el amor y el lugar que ocupa en el mundo. Que resolvieron sus conflictos sin necesidad de leer sobre teorías poliamorosas ni de acudir siquiera a terapia de pareja, conscientes intuitivamente de que cuando algo se estropea un poco no se tira sino que se arregla.

De los tontos útiles, algo que le oigo con frecuencia decir a mi abuelo sobre los obreros que votan a quienes quieren recortarles los derechos laborales y la pensión, hemos pasado a los listos inútiles: aquellos que, a pesar de tener grandes conocimientos librescos, sabemos entre poco y nada de cómo aplicarlo a nuestro día a día, de separar la paja del grano, de desbrozar y distinguir lo mejor de lo peor, el bien del mal, la verdad de la mentira.

Los griegos, que lo supieron todo antes que nosotros, tenían un término para referirse a aquellos que habíamos leído mucho sin aprender nada: sofómoros. Y, a pesar de los grandes pasos en lo relativo a la alfabetización y a la educación en su sentido más amplio que hemos dado desde que mi abuelo iba a la escuela de los cagones, cada vez somos más los que engrosamos las filas de este bando: los listos inútiles, los zopencos ilustrados que, fuera de Twitter, de los debates de YouTube y de las conferencias universitarias, donde nos manejamos con destreza, no sabemos ni cuándo florece el almendro ni el lugar que el amor ocupa en el mundo ni qué es lo esencial. Así nos vemos a nosotros mismos sabios pero desvalidos, incapaces de encarar nuestras propias vidas. Y por no saber no sabemos ni calentar agua pa afeitar al rorro.