Los cristianos tenemos fe en un Dios personal, cuya naturaleza no llegaremos a conocer en esta vida. Disponemos, sin embargo, de la experiencia fundamental de su paso por la tierra, hecho hombre y encarnado en Jesús. Durante 2.000 años, los cristianos han dado su propio testimonio de estar iluminados por su gracia, de su comunicación individual y comunitaria con Dios. El rezo a solas o la plegaria en compañía nos dan esa impresión inexplicable de estar en contacto con una verdad que nos trasciende. A lo largo de esos veinte siglos, hablar con Dios ha sido una forma, la única posible, de pulsar un atisbo de la eternidad. Ha sido una manera de percibir el aliento del alma en nuestro cuerpo mortal, y de sentir la presencia del Espíritu en nuestra carne.
Quizás deberíamos conformarnos con esa relación, que se sostiene en un ámbito que no es el de dos mundos paralelos y ajenos –como suponen ciertas heterodoxias que surgieron de la comunidad cristiana al principio de la modernidad–, sino en el de la esfera del Creador y su proyección en la historia de la humanidad. Frente al misterio recurrimos a las analogías. Y, embriagados por nuestra necesidad de dar una forma a la presencia de Dios, podemos llegar a banalizarla tratando de ajustarla a las dimensiones de nuestra perspectiva. La voluntad de Dios no puede identificarse con una voluntad más potente que la nuestra, ni su bondad puede entenderse como un amor más generoso que el que alcanzamos a desplegar en nuestra relación con el prójimo. Dios no es una simple elevación de nuestras virtudes, y sus actos no se ajustan a las motivaciones que tratamos de adjudicarles, de acuerdo con nuestros criterios. Solo nuestra debilidad y las fracturas en nuestra fe nos llevan a tratar de interrogarlo, aunque aceptemos que, casi siempre, esas preguntas formuladas en tiempos de desesperación, son una forma de esperanza sometida a las pruebas de esta tierra, una mano tendida hacia el infinito tratando de que, al otro lado de este espejo de la vida mundana, la mano de Dios llegue a tocarnos.
La oración es una de las experiencias más profundas que puede tener el cristiano. Pero esperamos demasiadas veces que sea atendida de un modo que solo corresponde a las condiciones de nuestra vida social. Una plegaria no es una instancia a la que la administración responde en un plazo determinado o queda en el suspenso del silencio administrativo. Una plegaria es una profunda toma de conciencia, un esfuerzo por volver a tejer el desgarro que pone en riesgo nuestra fe, o una jubilosa manifestación de la alegría de vivir, un grito que brota del fondo del corazón, buscando las palabras para decirle a Dios que nuestra felicidad es el fruto de su misericordia. Es un acto de intimidad sublime en el que nos sentimos desnudos, con el mundo entero enmudecido ante el fervor de nuestra oración.
Por eso no debemos quejarnos cuando nos parece que nuestra plegaria no ha sido atendida. Ni siquiera esa forma de expresarlo resulta adecuada. ¿Cómo sabemos que no ha sido escuchada? ¿Cómo podemos entender de qué manera llegan nuestras palabras hasta Dios? Rogamos por la salud de un ser querido, por el bienestar de quienes amamos, incluso por la paz de espíritu y la felicidad de aquellos que ni siquiera conocemos. Y, cuando el sufrimiento moral y el dolor físico continúan, cuando la enfermedad del amigo avanza sin freno, cuando llega la muerte insoportable , cuando la desdicha se apodera del escenario de nuestra existencia sin que hayamos dejado de orar, nos creemos despojados de un derecho. No se nos ha escuchado. No se nos ha atendido. Ponemos nuestra resignación al servicio de nuestra fe. Rendimos con ella homenaje a Dios, pero nos preocupa, en lo más hondo de nuestra flaqueza, no entender sus razones.
Ese es el error más doloroso, el que pone de relieve un profundo malentendido, que confunde nuestra fe con un afectuoso recinto de intercambio sentimental. Nuestras plegarias siempre son atendidas. La fe del cristiano se basa precisamente en saber que Dios nos escucha, aunque de un modo que poco tiene que ver con la manera en que nosotros atendemos el ruego de nuestros hermanos. Dios no deja nunca de oír nuestra plegaria. Que nos parezca que no responde a la exactitud de nuestro ruego, que le reprochemos no haber dado salud al enfermo o bienestar al que sufre, que nos limitemos a resignarnos a su supuesta pasividad, está muy cerca de negar a Dios. Lo que corresponde es entregarnos a Él, empuñando con fuerza nuestra confianza y humildad, inclinando la cabeza ante su infinita misericordia, y seguir rezando con nuestro espíritu en tensión hacia su amorosa tutela. Aunque no lo sepamos nunca, aunque nunca lleguemos a entenderlo, esa plegaria nuestra está depositada en su eterno corazón, en su compasión por nosotros, en el respeto al hombre creado por Él, que debe hacer frente a la libertad, al riesgo de vivir, a la desdicha y a los tiempos difíciles, a la enfermedad y al dolor, a la injusticia y a la tiranía de este mundo. Porque esa es nuestra condición. Y porque, frente a todo lo que ocurre, tenemos el inmenso privilegio de poder hablar con Dios, sin esperar otra cosa que la de decirle lo que nos pasa.