Las náufragas que nos precedieron
Según Emilia Pardo Bazán, las náufragas fueron mujeres fuertes que vivieron limitadas por la cultura imperante del siglo XIX. A las que se revelaron en el mundo del arte, y también a las que no tuvieron la oportunidad, dedica el Museo del Prado su exposición Invitadas, que puede visitarse hasta el 14 de marzo
Podría haber sido una de las muestras más inolvidables de la pinacoteca madrileña. 16 salas de Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideologías y artes plásticas en España (1833-1931) tienen el noble objetivo de acercar al espectador la posición que el sistema artístico español otorgó en el siglo XIX a las mujeres, tanto en su papel de artistas como en la expresión de sus conductas públicas y privadas. Pero el objetivo no es objetivo. Entre críticas necesarias a la terrible infrarrepresentación femenina en el mercado del arte, al papel de meros objetos a los que contemplar, o a su único encuadre como madres, esposas e hijas, durante la exposición se respira una ideología en ocasiones forzada y sin intención de ocultarse.
La inmensa mayoría de las obras expuestas pertenecen al Museo del Prado, tras haberlas adquirido el Estado por su éxito en las exposiciones nacionales. La muestra, que se ordena en dos partes, comienza ilustrando «el respaldo oficial que recibieron aquellas imágenes de la mujer que se plegaban al ideal burgués». Así sucedió en el caso de las reinas. En pleno enfrentamiento entre los partidarios de Isabel II y los carlistas –que negaban el derecho de la soberana a ocupar el trono por su condición de mujer–, esta avaló la iniciativa de realizar una galería de retratos que representara a las reinas de la historia de España. Pero tras la caída de Isabel II, Juana I de Castilla se convirtió en la figura favorita de los pintores, quienes alimentaron el mito de su locura para evidenciar que la mujer era incapaz de gobernar. De todos los artistas europeos que la representaron, Pradilla fue el más riguroso en la ambientación histórica de sus escenas, que contribuyó a perpetuar la ficción romántica en torno al personaje.
El Estado, la palabra más repetida a lo largo y ancho de los pasillos de las Invitadas, se afanó en seleccionar las obras que representaran la «moral de la nación», asegura Carlos G. Navarro, comisario de la exposición. La educación de las niñas fue muy recurrente; eso sí, sustituyendo materias primordiales por el aprendizaje de otras consideradas propias de su género. Entre diversos cuadros de niñas, hacendosas modistas, llama poderosamente la atención el lienzo de 1892 de Plácido Francés y Pascual, El consejo del padre. Dos niñas atienden sin pestañear a su progenitor, un modesto albañil, mientras en segundo plano tiene lugar un ritual de cortejo. «No se puede escuchar su discurso, pero las figuras del fondo, que representan una embarazosa escena galante, desvelan su contenido, y con él el papel moralizador que ocuparon los hombres en la educación de las mujeres», asegura la aventurada explicación. Unos ojos inocentes también podrán contemplar a un humilde trabajador que abraza con cariño a sus hijas, quizá conservando su niñez ante la evidencia que se aproximará años más tarde.
Todo depende de la mirada. Como ocurre con La lección del abuelo, de Sándor Gestetner, donde el abuelo judío lee un pasaje de la torá a su atenta nieta. Un claro ejemplo del adoctrinamiento patriarcal, expone el texto que acompaña al lienzo. Curiosamente, varias salas después, una abuela enseña a coser a sus nietos varones sin una explicación sobre matriarcados impuestos, sino destacando la ternura de la transmisión de la sabiduría.
En esta sala también encontramos la representación de la pureza cristiana como virtud en un cuadro de Manuel Villegas y una espectacular escultura de María durante la anunciación, tallada en 1901 por Lorenzo Coullaut. Abnegación, esclavitud y sometimiento son las descripciones que el Prado ofrece de la obra de la Virgen, «mujer en pleno acatamiento sumiso de su misión». Pero embarazada sin conocer varón, expuesta a los chismes de la época y al repudio de su marido, no es precisamente un ideal de mujer ninguneada.
Mujeres extraviadas
En la Exposición Nacional de 1895 triunfó el fenómeno el de las hijas pródigas que, tras haberse dejado seducir, volvían a casa pidiendo perdón. «Estas imágenes constituían advertencias educativas», asegura el catálogo de Invitadas. Fue así como los artistas comenzaron a pintar escenas que, detrás de su crudeza, encerraban mensajes moralizantes. Aquí encontramos a la Falena –mariposa nocturna de cuerpo delgado y anchas y débiles alas fatalmente atraída por el fuego, término asociado a las mujeres que acompañaban a señores en lugares elegantes–, cuadro elegido para publicitar la muestra. La obra de Verger se concentra en la mirada de la mujer, ejemplo de «vida desordenada, consecuencia de su falta de realización como esposa y madre».
El desasosiego de la sala es evidente cuando el visitante se topa con La bestia humana. Inspirada en la obra homónima de Zola, Fillol Granel ofrece sin paliativos a un hombre que espera los servicios de una prostituta, mientras la alcahueta, impávida, intenta convencerla de que acceda. Lo mismo sucede con El precio de una madre, de Santa María Sedano, que se interesa en el drama humano de las mujeres que debían abandonar a sus hijos para atender y amamantar a los de las pudientes.
Después de la lección de realismo, la muestra aborda cuestiones como el desnudo femenino. Asociado hasta entonces a la exaltación de la belleza ideal, se empiezan a investigar nuevos códigos. Es el caso de la Crisálida, con el que el malagueño Pedro Sáenz obtuvo una medalla en la exposición de 1897. La obra muestra sin cortapisas morales el cuerpo de una niña, que posa como una adulta dejando los juguetes a un lado.
Hubo obras censuradas por la moral de la época que habitan hoy las paredes de la pinacoteca madrileña. También ejemplos de los intentos por reconstruir a la mujer castiza, de peineta y abanico, estereotipo aún en el imaginario colectivo. Una sección sobre los «maniquíes de lujo», mujeres florero equipadas con todo detalle.
Y por fin llegan las náufragas, las mujeres que, según Emilia Pardo Bazán, vivieron marginadas en la cultura del XIX. El Prado otorga, por fin, una balsa a la que aferrarse a las mujeres artistas, desde las románticas hasta las que trabajaron en las vanguardias. María Luisa de la Riva, Rosa Bonheur, Elena Brockmann o Concepción de Figuera –que firmaba como Luis Lármig–, nos muestran a mujeres pioneras que abrieron el camino. El autorretrato de María Roësset nos recuerda, altiva y desafiante, que no podemos volver atrás.
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