En el libro del Génesis hay unas palabras que nos dan luz en estos momentos que vivimos: «Pediré cuentas de vuestra sangre, que es vuestra vida; se las pediré a cualquier animal. Y al hombre le pediré cuentas de la vida de su hermano. Quien derrame la sangre de un hombre, por otro hombre será su sangre derramada; porque a imagen de Dios hizo él al hombre» (Gn 9, 5-6). Son unas palabras de una hondura y de una belleza única, con las que Dios reivindica la vida del hombre: el ser humano es posesión suya, su vida está directamente protegida por Él y, en definitiva, la vida humana es sagrada.
¡Qué maravilla poder gritar hoy esto! El ser humano ha salido de las manos de Dios, ha sido creado por Dios y, por ello, protegido por Dios; es cosa sagrada desde que se inicia hasta su término. Es muy importante reconocer la sacralidad de la vida humana y, así, su inviolabilidad. Y esto no es cuestión de opiniones; no es un problema secundario. El tema de la sacralidad de la vida humana es fundamental en muchos aspectos, entre los que están que el respeto a toda vida es condición indispensable para que pueda darse una vida social digna de ese nombre y que, cuando perdemos el respeto a la vida humana como una realidad sagrada, siempre se termina perdiendo la identidad personal.
Vivimos en sociedades plurales, en las que a veces existen orientaciones muy diferentes en lo religioso, en lo cultural, en las ideas… En sociedades así, ¿cómo garantizamos una base de valores que fundamenten una democracia que sea estable y que nos dé capacidad para convivir y vivir? La decisión por el bien o por el mal comienza al contemplar el rostro del otro. Os invito a hacerlo. Esa contemplación hay que realizarla desde el inicio de la existencia misma del otro en el seno de la madre. Hay que acogerlo y cuidar de él; hay que ver y apreciar el valor que encierra su vida, ya desde el inicio, como una persona formada a imagen de Dios. Solamente si tengo la hondura que debe tener todo ser humano daré siempre espacio al otro.
Es bueno que tú y yo nos preguntemos: «¿Quién soy yo?», «¿quién es el hombre?». Aun sin poder decir una palabra, sin poder ni fuerzas, sin voz para defenderse, nunca podremos decir: «No sé quién es, no lo conozco, jamás existió». Deberíamos plantearnos también: «¿Quién es mi prójimo?». Seamos próximos a todos los hombres desde el inicio de la vida hasta su final, detengámonos, apeémonos de nuestras cabalgaduras, acerquémonos al que está más necesitado, ocupémonos de él, pues ser persona no es ser una cosa… Con la prohibición de matar a todo ser humano también se nos dice que nunca tratemos a los demás como una cosa.
Cuando estoy escribiendo esta página recuerdo aquellas palabras de Jesús: «Seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7, 2). Aquí está la medida de tu humanidad: en cómo te ocupas del otro, sea quien sea, tenga la edad que tenga, esté en el inicio de la vida o en su término. Ser cristiano supone vivir y tener esa mirada amorosa de Dios sobre el hombre, que es garante de su dignidad. Anuncia siempre la dignidad del hombre y respeta su vida. Vive con esas palabras de la Carta a Diogneto: «Los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo».