La rosa tatuada: El Tennessee Williams más luminoso - Alfa y Omega

La rosa tatuada es la historia del viaje de la protagonista y su hija para escapar de la jaula de un pasado mitificado y mistificado, es un canto al amor como fuerza liberadora: El Tennessee Williams más luminoso, ofrecido en una interesante apuesta del Centro Dramático Nacional bajo la batuta de Carme Portaceli en el Teatro María Guerrero.

Afuera hay sol.

Yo me visto de cenizas.

Estos versos del poema La jaula de Alejandra Pizarnik, podrían describir muy bien el mundo interior de la protagonista de La rosa tatuada: Serafina Delle Rose, siciliana vital y apasionada, que desde la pérdida de su marido vive “muerta y enterrada” en su casa en un pueblo de Luisiana. Vivir de recuerdos y de “adorar” las cenizas de su marido en un altar de su casa es todo lo que le queda, haciendo del luto su vida. Serafina es un volcán enjaulado, ahogada por las convenciones y por una fidelidad desmesurada.

Se trata de una obra especialmente sugestiva en el conjunto de la producción del dramaturgo americano (pese a que algunos se empeñen en calificarla como obra menor). En ella están presentes los grandes temas de Tennessee Williams: la soledad, la locura, el deseo reprimido, las pasiones soterradas y los grandes ideales encerrados en vidas marginales que deambulan por atmósferas asfixiantes. Y sobre todo, esa continua tensión entre la realidad y el deseo.

Pero en La rosa tatuada todo ese universo está dominado por la esperanza, la liberación, la vida en suma. Lo que convierte a la obra en una proclama vitalista en la que la comedia termina por ganarle el pulso al melodrama (No en vano se escribió en la costa barcelonesa en un momento de plenitud personal y vital del autor).

El mayor acierto del montaje reside en subrayar algo que muchas aproximaciones a Tennessee Williams suele soslayar, y que tiene que ver con las palabras con las que José María Valverde se refiere a su obra: “teatro cotidiano y lírico a la vez”. Creo que se ha insistido mucho en el aspecto cotidiano, realista del dramaturgo americano y no se ha profundizado en exceso en el carácter profundamente poético y simbólico de su universo. Por eso este montaje, con muy buen criterio, se aparta del naturalismo tanto en la escenografía a cargo de Anna Alcubierre, los efectos de vídeo de Eugenio Szwarcer, el tratamiento de la luz (uno de los aspectos más destacables del montaje) llevado a cabo por Pedro Yagüe, y sobre todo la puesta en escena de Carme Portaceli.

Foto: David Ruano

La dirección escapa de lo convencional, para ahondar en el espíritu mágico que rodea a la obra desde el principio («puedo oír el ruido de las estrellas») y nos ofrece un Tennessee Williams muy lorquiano, porque lorquiana es la obra (no dejaba de venírseme a la cabeza durante la representación aquella copla de La casa de Bernarda Alba: «Abrid puertas y ventanas/ las que vivís en el pueblo/ el segador pide rosas/ para adornar su sombrero»).

Y la obra se sustenta en un magnífico elenco encabezado por una Aitana Sánchez Gijón que ha sabido huir de la tentación de llevar a esta italiana salvaje por los caminos del histrionismo para regalarnos una Serafina llena de verdad, hondura y matices. La perfecta réplica se la da Roberto Enríquez (Álvaro Mangiacavallo), al que quiero destacar especialmente, la función gana en interés y en intensidad cuando está en escena (los momentos de la pareja protagonista son lo mejor de la obra). Igualmente sobresaliente es la actuación de Alba Flores (Rosa) pura pasión y entrega (esta joven actriz es ya un animal de teatro por méritos propios) y muy creíble la actuación de Ignacio Jiménez en el papel de Jack Hunter.

El resto del elenco da vida a los personajes que pululan en la vida de vida de Serafina y Rosa, y aportan un contrapunto de humor, caricatura incluso, alejado de nuevo del mero naturalismo: Estupendas interpretaciones de Gabriela Flores, Jordi Collet, Paloma Tabasco, Ana Vélez y David Fernández “Fabu” (magnífico, como siempre).

Esta es, en definitiva, la historia de «todos los corazones salvajes que viven encerrados en jaulas», y que entregan su vida a una rosa, aquello de dionisíaco que llevamos dentro, que se manifiesta al amar, al concebir (como en el cuerpo de Serafina). O quizá la rosa nos lleve a algo más, como en el poema de García Lorca:

La rosa / no buscaba la aurora: / Casi eterna en su ramo/ buscaba otra cosa.

La rosa/ no buscaba ni ciencia ni sombra: / Confín de carne y sueño/ buscaba otra cosa.

La rosa/ no buscaba la rosa: Inmóvil por el cielo/ ¡buscaba otra cosa!

La rosa tatuada

★★★★☆

Teatro:

Teatro María Guerrero. Centro Dramático Nacional

Dirección:

Calle Tamayo y Baus, 4

Metro:

Colón, Banco de España, Chueca

Hasta el 19 de junio