La oscuridad absoluta es imposible
Este año se celebra el 200 aniversario del nacimiento del dramaturgo Georg Büchner. Vivió lo que pudo, muy poco: fueron 23 años y cuatro meses. En tan poco tiempo, sin embargo, le percutieron fuerzas creativas apabullantes hasta que el tifus se lo llevó. Se conserva de él un grabado que produce una lástima infinita; en él se observa a un muchacho tímido y refractario, con una mirada de auxilio que parece buscar madre en el espectador.
Pues este Büchner tan tierno escribió Woyzeck, una de las obras más dramáticas de la historia de la Humanidad. En ella se expone, sin componendas, la explotación de los más débiles.
Sobre la pieza, que quedó inconclusa, trabajó el compositor Alban Berg para escribir la ópera del mismo título. Hasta el 20 de este mes, se puede ver en el Teatro Real de Madrid. Fui, la pasada semana, con un par de amigos. Al final de la representación comentamos la dirección escénica (tan minimalista como poco imaginativa) y la interpretación musical (extática, que deja incluso sin habla al más bisoño). «¡Qué historia más triste! Aquí no existe hueco para el optimismo, la vida es un sumidero de horror, hasta la compañía humana resulta una amenaza, no hay sitio donde el hombre pueda hospedarse en la tierra»: algo así nos decíamos los amigos.
El libreto también fue asunto de puño y letra del compositor, y le ocupó prácticamente toda la Primera Guerra Mundial. Es verdad que, con la tragedia de la Gran Guerra de fondo, hubiera parecido un sarcasmo haber escrito un vodevil. Pero como la oscuridad absoluta es imposible para el hombre, en Woyzeck hay un momento de infinita dulzura, magistralmente subrayado por la música: Marie le ha sido infiel a su marido, Woyzeck. Se pone delante de Dios y lee el pasaje del Siervo de Yahvé, de la Sagrada Escritura:
«Y no se encontró ninguna mentira en su boca…¡Señor, Dios mío! ¡No me mires!».
Y prosigue: «¿Qué es lo que dice sobre la Magdalena?… Y se postró de rodillas a sus pies, los besó y los lavó con sus lágrimas y los ungió con ungüento. ¡Salvador! (golpeándose el pecho) ¡Quisiera ungirte tus pies! ¡Tú que te apiadaste de ella, apiádate también de mí!».
Pero el juicio del hombre lleva una venalidad que Dios no conoce, y se ve venir la tragedia…