La necesidad de apertura a la acción de Dios
14º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 6, 1-6
Durante varios domingos hemos escuchado algunos pasajes en los que las acciones y discursos del Señor han ocupado el primer lugar. Antes de comenzar Jesús a impartir instrucciones precisas a sus discípulos, el Evangelio de este domingo hace un balance de los episodios centrales de los últimos capítulos, en el que vemos que, la aceptación unánime inicial de Jesús, va dando paso paulatinamente a un cierto escepticismo en algunos de sus testigos. El episodio de este domingo está repleto de términos que expresan las reacciones de la multitud, como revela el uso de vocablos que hacen referencia al asombro, la sorpresa, el escándalo e incluso el desprecio. El discípulo que se identifica con la misión de Jesucristo comprende inmediatamente al escuchar estas palabras que quienes estamos llamados a seguirle recibiremos las mismas críticas, tanto de aceptación como de rechazo, si testimoniamos o llevamos a cabo las obras que el Señor nos confía.
En primer lugar, comprobamos que con Jesús sucede algo bastante parecido a lo que ocurre en nuestra vida ordinaria. El conocimiento prolongado de alguien por motivos familiares, de amistad, de trabajo o de cualquier otra razón puede fomentar, por múltiples causas, entre las cuales también se halla también el pecado –y, en concreto, la envidia– un cierto desprecio hacia quien se convierte en un personaje célebre. En el lenguaje popular, de hecho, ha quedado fijada la expresión «nadie es profeta en su tierra» para reflejar la dificultad de admirar a alguien por parte de los más cercanos. Por el contrario, parece que quienes se acercan a Jesús sin conocerlo previamente tienen menos impedimentos a la hora de reconocer lo evidente: sus palabras y obras, que manifiestan que el Reino de Dios ha llegado. En realidad, la perspectiva de estos vecinos de Jesús no está demasiado apartada de la actitud crítica de los escribas, los fariseos y otras autoridades religiosas. ¿Cuál es, pues, el punto que une contra Jesús a esos dos extremos socialmente opuestos, la multitud censuradora y la jerarquía israelítica? Probablemente el prejuicio y la falta de fe que, como vemos en esta página, no está asociada únicamente a una determinada posición socioeconómica, sino que puede afectar a todo aquel que no tenga un corazón abierto para que Dios entre en su vida.
El aparente fracaso
Fijémonos en que la primera reacción de los que escuchan a Jesús en la sinagoga es el asombro. Están escuchando a alguien que se expresa con sabiduría y que realiza portentos; por otra parte, ellos mismos se han beneficiado en múltiples ocasiones de los milagros de Jesús y se han sentido consolados por sus palabras. ¿Por qué, entonces, adoptan una posición contraria y de escándalo ante el Señor? ¿Cuál es el prejuicio que domina la escena? Sin duda, creen conocer a Jesús por completo y más que nadie. Y, por consiguiente, piensan que pueden delimitar la manera en que Dios se revela a los hombres, mostrando una cerrazón de mente ante la realidad.
La situación en la que se encuentra Jesús en su ciudad no es nueva en la historia de Israel. El mismo Ezequiel testimonia en la primera lectura, siglos antes de Jesucristo, que la salvación de Dios debe ser anunciada «te hagan caso o no te hagan caso». Asimismo, Pablo da cuenta del aparente fracaso de su ministerio en la segunda lectura, describiendo el desalentador panorama con el que frecuentemente se topaban los apóstoles y sus colaboradores en la misión.
Por ello, es oportuno comprobar en la conclusión del pasaje evangélico de este domingo que Jesús jamás se detuvo ante su misión. Por otra parte, igual que hubiera sido deseable que la multitud de los paisanos de Jesús abriera la mente y el corazón, es imprescindible desterrar entre los llamados a la evangelización el prejuicio de un Evangelio limitado a tiempos, lugares o personas determinadas. Para ello, debemos ser nosotros quienes, en primer término, estamos abiertos sin límites la obra que Dios quiere realizar en nuestra vida.
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de Él. Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.