La misión nace de ese hechizo divino
Salir fuera, armar lío, ser protagonistas de la Historia, jugar siempre adelante… Son algunos de los reclamos que millones de jóvenes han escuchado en Río, cara a cara, por boca del Papa Francisco. Algunos titulares de prensa (sin saberlo, claro, porque la memoria es flaca) han recuperado adjetivos que se aplicaron treinta años atrás al Papa Wojtyla: huracán, ciclón, revolución… El entusiasmo, desde luego, ha sido indescriptible, pero más que nunca es preciso llegar hasta el corazón de este evento para no reducir su significado
Una primera clave la encontramos en el magno discurso a los obispos de Brasil, cuando Francisco confía a sus hermanos que «la misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro». Y de un plumazo despeja cualquier confusión, cualquier enésima y aburrida discusión pastoral: «Sólo la belleza de Dios puede atraer, el camino de Dios es el de la atracción». Tan sencillo o tan complejo, según se mire.
El lío que quiere Francisco (en la calle, en las diócesis) es ese del que habla Péguy en el Misterio de la caridad de Juana de Arco: el gran desorden que Dios ha introducido en el mundo con la encarnación de su Hijo, el aparente desorden (porque descabala todos nuestros cálculos) que el Espíritu sigue introduciendo en la historia al generar testigos capaces de un atractivo único. Ese que obliga a preguntar incluso a los más recalcitrantes: Pero esa vida suya… ¿de dónde viene, dónde se encuentra?
Otra clave la encontramos en el santuario de Aparecida, con aquel gesto de Francisco que rechaza el báculo pastoral, a la hora de iniciar la procesión de salida del templo, y pide en cambio la pequeña imagen morena de Nuestra Señora, réplica de la que veneran millones de iberoamericanos, y agarrado a ella recorre el pasillo, como si María fuese el verdadero báculo de Pedro para su dura misión de confirmar en la fe y custodiar la unidad. María es la carne de la Humanidad que se abre libremente al Misterio, es la libertad que dice Sí a la Gracia, es el cristianismo que no cede a la contaminación ideológica, al voluntarismo ni al intelectualismo. Cincuenta años después del inicio del Vaticano II, Pedro ha bendecido al pueblo con una imagen de María, igual que el Concilio coronaba sus trabajos con una mirada a la Madre.
Pero hay un tercer núcleo de esta JMJ que liga estrechamente el camino de Francisco a la flecha de su predecesor, Benedicto XVI. Y es la consideración apasionada de la noche de tantos contemporáneos que han abandonado el hogar, la casa materna de la Iglesia, para buscar respuesta en todo tipo de sucedáneos, o para transitar el desierto del nihilismo. Son como los dos de Emaús, «escandalizados por el fracaso del Mesías en quien habían esperado…; es el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión». Es la tragedia de la que hablaba Benedicto en Berlín (los que ya no cantan la alegría de ser Iglesia), o en Compostela (los que consideran a Dios como enemigo de su libertad y su alegría).
El Papa Francisco ha pedido una Iglesia que no tenga miedo a entrar en la noche de estos contemporáneos, que sea capaz de encontrarlos en su camino, de entrar en su conversación. En esto consiste la misión: en atraer con la belleza de la humanidad cambiada por la fe, en acompañar a casa, en hacer redescubrir nuestras fuentes (Escritura, catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles) con toda la fascinación de su belleza.
«Vayan, sin miedo, para servir»: lo repitió el Papa tres veces en Copacabana. Sólo un encuentro con Cristo presente, revivido cotidianamente en la compañía de la Iglesia, lo hará posible. Para salir a las periferias del mundo, para entrar de lleno en el drama de la Historia con la única fuerza que verdaderamente cambia el mundo: esa caridad que nace de la fe, y que el Santo Padre ha mostrado incansable, desde las favelas, a los rascacielos de Río.