Mi abuela decía que la luna se llama Catalina. Lo curioso de la luna es que la luz que refleja no es la suya, sino la del sol.
Entré por primera vez al CIE de Hoya Fría un soleado día de octubre de hace algunos años. Catalina era una muchacha negra, de grandes ojos, que me regalaba una inmensa sonrisa, a pesar de la angustia de no saber dónde estaba ni cuánto tiempo iba a pasar allí.
Al cabo de casi dos meses visitándola, me llegó un mensaje en el que me avisaba de que había salido del CIE y estaba en un centro para mujeres. Me comentó que pasaba mucho frío y que necesitaba ropa de abrigo y calzado. En ese instante llamé al sacerdote de la parroquia más cercana y él envió a unos voluntarios de Cáritas a llevar lo que necesitaba.
A los pocos días, otra llamada. Esta vez, para decirme que estaba en Madrid, en la calle, y que necesitaba algún sitio donde dormir, asearse, etcétera. Enseguida llamé a un amigo sacerdote y le conté.
—Dale la dirección de mi parroquia y mi teléfono. Aquí tenemos ropero, comedor y la acogeremos con los brazos abiertos.
Por aquellos días yo iba a Madrid, así que la visité. Estaba muy contenta de nuestro encuentro y de lo bien que la habían tratado. Pero el final de su trayecto era Francia y, unos días después, tras mi regreso a Tenerife, me encontré con un escueto mensaje: «Estoy en París».
No sé muy bien cómo llegó, pero allí estaba, aunque otra vez en la calle. Esta vez fue una antigua amiga mía quien la llevó a la parroquia a la que asistía los domingos. Allí unas religiosas la acogieron y la ayudaron a hacer un curso de repostería, y a formar parte de la comunidad y del coro de la parroquia.
Esta chica hoy en día está plenamente integrada, se gana la vida honradamente y envía dinero a su familia. Mientras seguimos demandando rutas seguras, la Iglesia acompaña en el camino.
Catalina es la luna que me mostró donde estaba Dios. Lo escuché en su alegre risa y vi su luz en sus grandes ojos.