Acababa de leer un poema hermosísimo que Jorge Guillén dedicara a san Francisco de Asís, Una exposición, cuando me invitan al María Guerrero de Madrid a ver La loba, la obra de teatro de Lilian Hellman que fuera llevada con éxito al cine. No es una presuntuosidad que haya querido incluir al inicio de este texto la lectura del poema de Guillén. El contraste de su lectura con las emociones, tras asistir a la pieza de la norteamericana, me resultó clamoroso. En Guillén, la descripción del mundo submarino, que goza de un equilibrio majestuoso, tiene visos de cielo subterráneo. Es otro universo nacido de las manos de un Dios generoso que no atiende a escatimar deslumbre de imaginación. Allí, los peces portan el brillo de la belleza, «el tráfico se danza, jovial, y las prisas perfilan armonías». En cambio, en La loba, las decisiones de los humanos generan ambiciones desmedidas, desajustes, desarmonías, despilfarro de mezquindades y codicias. La profundidad abisal de los océanos lleva un patrón de orden que genera admiración, «a fuerza de silencio, me dicen creación en Creación mayúscula».
Por su parte, los personajes de Hellman parece que quisieran apoderarse de la Creación entera para convertirla en propio negocio. Es la historia de una familia de comerciantes norteamericanos enriquecidos tras la Guerra de Secesión, los Hubbard. Los Hubbard apestan a deshumanización, no les importa la explotación de los negros o la enfermedad de los parientes, sólo atienden a la razón de ese progreso tan oscuro que es el propio beneficio. Las mujeres son cedidas en propiedad a sus maridos, tras el negociado de las familias; mujeres sin amor, nacidas de un pacto económico, no de una alianza del corazón. El director de la versión, Gerardo Vera, dice que «los Hubbard protagonizan una crónica de la degradación moral que da origen a un orgullo desmesurado, a un capitalismo salvaje». Acierta Vera cuando ayuda al espectador a entender que el origen de toda desmesura en ese patio de los mercados es la codicia, no una teoría macroeconómica. La protagonista principal, la hermana mayor, está encarnada por una descomunal Nuria Espert. No quiero mirar su edad en la wikipedia, me importa poco; su voz sigue siendo la de una artista en su punto de madurez. La loba es una obra interesante de quien fuera además guionista de aquella película de Arthur Penn, La jauría humana, otro retrato de una Humanidad que, sin medida, se pierde.