Cuando el ateísmo más combativo y fanático buscaba explicarse nuestra fe y nuestra historia, recurría al argumento de la falta de libertad del hombre. Creer en Dios y organizar la vida de acuerdo con esta creencia aparecía como el producto de dos aberraciones identificadas con la servidumbre espiritual y la inmadurez de la conciencia. Un cristiano solo podía ser, en el peor de los casos, el resultado de la ignorancia y la superstición frente a un mundo que nos aterra. En el mejor, solo podía expresar el reflejo de una angustia comprensible y conmovedora: el miedo a morir. Estas falanges del ateísmo pensaban que dejar atrás la fe cristiana era un modo de restaurar la libertad natural y social del hombre, una manera de abandonar la condición vejatoria en que se hallaban aquellos creyentes caricaturizados, que precisaban de un embuste abrumador para sobrevivir a la indigencia de su pensamiento. El progreso del mundo moderno se encargaría de echar aquel enajenamiento y desdicha al basurero de la historia, científica insolencia que incluso sorprendió a Napoleón cuando Laplace le contestó impertérrito que la hipótesis de Dios no era necesaria para explicar el universo.
Los episodios de crisis de civilización que han venido acompañados de barbarie, tiranía totalitaria, flaqueza ética y pérdida de significado de Occidente en los últimos 100 años, hacen que tales afirmaciones nos muevan al rubor por la vergüenza ajena y a la compasión por la fragilidad intelectual de quienes fueron nuestros más firmes adversarios. No parece, en efecto, que la desembocadura de tan penosa arrogancia ideológica haya sido favorable a las promesas de libertad, igualdad y fraternidad sobre las que cobró forma radiante la aurora del mundo contemporáneo. Por el contrario los daños del desastre cultural y social que sufrimos manifiestan incuestionablemente la relación entre la beligerancia del anticristianismo moderno y el vacío anímico, la desorientación del espíritu y el escandaloso desorden en los que se ahoga nuestro tiempo. Como con los cristianos ni siquiera se debate, como el catolicismo no es un punto de referencia indispensable para ejercer la crítica social, como nuestra marginación y nuestra pérdida de autoridad se dan por sentadas, las viejas acusaciones ni siquiera se enarbolan. Solo alguna que otra extravagancia de un laicismo mal entendido parece despertar el sonido de otras épocas. Lo demás es silencio.
Golpear el aire estancado
Pero los cristianos no debemos olvidar que es obligación nuestra golpear este aire estancado para que el mensaje evangélico vuelva a identificarse con aquello que el hombre actual echa de menos, aquello que busca con angustia: la libertad. Y también la fraternidad y la igualdad, que solo pudieron enunciarse como consigna política en una civilización constituida sobre la fe cristiana y los valores colectivos de la caridad y del respeto a la dignidad humana proclamados por el Evangelio. ¿Qué fue, sino la libertad personal, la exigencia del amor al prójimo y la integridad invulnerable del hombre lo que se levantó en el mundo cuando Jesús vivió entre nosotros? El cristianismo no es el producto del miedo a morir: es el resultado de la afirmación de la vida. El cristianismo no ofrece la libertad como horizonte, sino el ser libre como condición de la existencia humana. La libertad del cristiano no es un propósito ni un objetivo político. Es la toma de conciencia de lo que somos, es la fe en nosotros mismos, es la expresión de nuestra naturaleza de criaturas creadas en la libertad y para la libertad.
No es el miedo a morir
Las palabras del apóstol san Juan, tantas veces manipuladas o torpemente interpretadas, se alzan ante nosotros: la Verdad nos hará libres. Pero esa afirmación evangélica no acredita la cerrazón ni el dogmatismo, sino la jubilosa identificación de nuestra conciencia de criaturas de Dios con nuestra libertad y autenticidad. Lo que más tememos los cristianos es vivir sin plenitud. La libertad que Jesús predicó era la que nos prometía una vida trascendente, la que nos hacía responsables de nuestra existencia, la que nos ofrecía la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. No es el miedo a morir lo que nos abruma, no es el miedo a la nada lo que nos obliga a profesar nuestra fe. Lo que nos horroriza es el miedo a vivir en vano y la angustia de cerrar los ojos a una eternidad que habrá de cumplirse empezando en esta existencia humana nuestra.
El más compasivo de nuestros detractores, Albert Camus, imaginó la vida del hombre como la de un Sísifo feliz, vinculado a su trabajo absurdo, pero libre en su corazón por el simple hecho de ser dueño consciente de su propia rutina sin sentido. Jesús nos dio otra razón para vivir con lealtad a nuestra condición y a nuestro destino. Nos proporcionó significado rotundo, a veces abrumador y doloroso, con frecuencia dubitativo y humilde, siempre lleno de esperanza y empapado del amor de Dios. Nos dio la libertad que nunca posee el indiferente, el egoísta, el que camina aturdido por el espesor de su propio vacío moral. Nos dio la compasión que solo tiene el que contempla a su prójimo con la radical igualdad de ser hijos del mismo Creador. No hay que imaginarse a Sísifo dichoso. Hay que imaginarse a Jesús siendo feliz entre nosotros.