Hay un nivel de injusticia al que, no voy a decir que me acostumbre, pero desgraciadamente se me hace cotidiano. Son tantas las personas que no tienen acceso a lo esencial que, a veces, cuando un paciente me dice que no ha comido o veo un niño o niña sin escolarizar, ya no se me resquebraja el alma de arriba abajo. Son tantos… supongo que es como una protección. No nos quedamos de brazos cruzados, por supuesto, pero tampoco me atrapa el llanto.
Sin embargo, la semana pasada caí en el hoyo. Quizás porque hay un tope en estas historias duramente cotidianas hasta el que el corazón puede aguantar. Quizás fue por el recrudecimiento de la situación en Puerto Príncipe y las principales ciudades, con las protestas de la Policía —hartos de que les sigan matando— y que no pueden seguir haciendo frente a unas bandas que son más numerosas y están muy armadas. O quizás por la atención a una menor en consulta con una historia desgarradora y sin justicia que, por su dignidad, no voy a contar. Pero caí en el hoyo. Un abismo oscuro en el que aparentemente no hay fin. Solo querer silencio, silencio y oscuridad.
Pero la vida, la tarea, la misión… reclaman. Y de repente me vi dentro del hoyo con un montón de gente: que si me duele la espalda, que el pie se me ha hinchado, que el niño tiene fiebre, que me hago heridas de rascarme, que la tensión está súper descontrolada… Y así, metafóricamente apretujada, tuve que decir: «Vale, vale, salgo».
Luego toca seguir fuera, sabiendo de esa oscuridad que todavía no me ha abandonado del todo. Es una especie de capa que me acompaña, la tristeza de mirar de frente al sufrimiento y a la injusticia de nuestro mundo. Pero en esa tristeza me encuentro con un Dios al que también le duele (o incluso más). Un Dios que también llora con nuestro dolor. Pero Él no se mete en un hoyo, sino que se empeña —contando conmigo, contigo— en hacer este mundo posible.
«Se te ve feliz», me dice la gente. Sí que lo estoy, pero no porque sonría en una foto. Estoy feliz, a pesar de sentir tristeza, porque vivo con sentido. Porque Dios sostiene y no me / te / nos deja (dentro o fuera del hoyo).