La familia, cristiana - Alfa y Omega

La familia, cristiana

Alfa y Omega

En su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, de este próximo 1 de enero de 2013, Benedicto XVI no duda en afirmar: «La familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino». Con menos de esa medida, ¡infinita!, no se puede conformar ningún corazón humano, ciertamente, a no ser que haya dejado enterrar su deseo por la dictadura del nihilismo y del relativismo –es decir, la nada y la mentira– dominantes hoy en el mundo, y especialmente en España y en toda Europa. «La familia –sigue diciendo el Papa– es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz», y por eso, justamente, subraya que la esperanza del mundo está en las familias cristianas. Ellas son quienes hacen presente la auténtica Paz, que, según enseña la Sagrada Escritura, no es la simple ausencia de guerra, sino la plenitud de todos los bienes, es decir, el mismo Jesucristo, y por eso san Pablo afirma con toda rotundidad, en su Carta a los Efesios, que «Él es nuestra paz». No es casualidad que el lema de la Fiesta de la Sagrada Familia de este año, que se va a celebrar en la madrileña plaza de Colón, este domingo, sea precisamente La familia cristiana es la esperanza para hoy.

El Papa, ciertamente, no podría decir en su mensaje que «la paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible», si no existieran familias cristianas y faltara la luz, sobre la sociedad entera, de la verdad del matrimonio y de la familia, que resplandece, antes aún que en las palabras, en la belleza del testimonio de sus vidas. En ello está en juego no ya la vida de la Iglesia, ¡la vida de toda la Humanidad! No es, por tanto, un consejo piadoso, sino una llamada de la máxima urgencia para la subsistencia misma de la sociedad, lo que dice también en su mensaje el Santo Padre: «La estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad». Resuena en estas palabras, sin duda, lo que dijo ya con toda claridad su predecesor, Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981: «En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que intentan destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia, siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia», es decir, la auténtica verdad del matrimonio y de la familia.

En la celebración de la Sagrada Familia, del pasado año, Benedicto XVI recordaba a las familias reunidas en Madrid que Jesús «vino a una familia de corazón sencillo, nada presuntuoso, pero henchido de ese afecto que vale más que cualquier otra cosa… Aquella familia es la puerta de ingreso en la tierra del Salvador de la Humanidad, el cual, al mismo tiempo, da a la vida de amor y comunión hogareña la grandeza de ser un reflejo privilegiado del misterio trinitario de Dios». Y añadía: «Esta grandeza es también una espléndida vocación y un cometido decisivo para la familia». Y no se trata de una grandeza optativa. Es esa misma medida del amor divino, por debajo de la cual no hay familia ni vida humana digna de tal nombre. De esta dignidad, sin la cual el ser humano pierde su propia humanidad, nos habló muy claro el Beato Papa Juan Pablo II, ya en Familiaris consortio: «De cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de evasión –alcoholismo, droga, violencia–, la familia posee y comunica energías formidables capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente, con su unicidad e irrepetibilidad, en el tejido de la sociedad». En el Encuentro Mundial de las Familias, en Valencia, cuyo lema era precisamente La transmisión de la fe en la familia, en 2006, justo en el 25 aniversario de Familiaris consortio, Benedicto XVI volvía a proclamar que la familia es «escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre. En este sentido –añadía el Papa–, la experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de su dignidad de hijos». Exactamente esa medida infinita que otorga la fe, sin la cual no hay vida humana ni familia verdaderas. Por eso, la esperanza de la Humanidad, para serlo verdaderamente, como reza el lema de la Fiesta de este domingo, pasa por la familia cristiana.