La evangelización a lo largo de la Historia. Hasta el fin del mundo
Todo comenzó con una noticia: ¡Es verdad, el Señor ha resucitado! Desde hace 2.000 años, esta frase ha pasado de boca en boca, en todos los idiomas, a lo largo de todas las naciones de la tierra. La aventura misionera de la Iglesia es la memoria de que Cristo está resucitado, que nos ama por encima de nuestros pecados y que nos necesita para comunicarlo a los demás: No tengáis miedo. Id y haced discípulos. Estas páginas reflejan, a grandes rasgos, las grandes oleadas evangelizadoras de la Historia, desde la primera, hasta la nueva evangelización a la que nos ha convocado Benedicto XVI y cuyo testigo ha recogido así el Papa Francisco: «Si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG piadosa, pero no la Iglesia»
Roma. Siglo primero. Alrededor del Mediterráneo se extiende un Imperio que conoce por primera vez la paz en sus fronteras. Poco a poco, desde Jerusalén hasta Hispania, pasando por Corinto, Atenas, el norte de África o la misma Roma, van naciendo pequeñas comunidades que viven algo insólito y anuncian algo ciertamente inaudito: Dios, el único Dios, el Creador, el Todopoderoso, se ha hecho hombre, ha muerto crucificado y ha vuelto a la vida, resucitado, y ha ascendido al cielo. En Atenas, quienes escuchan esto se burlan de san Pablo: ¡Ya te oiremos otro día!; pero tan increíble noticia –Dios se mezcla con los hombres, nace de una mujer, es ajusticiado como un delincuente, muere y resucita…– resulta que cambia la vida de numerosos hombres y mujeres a lo largo de todo el Imperio. Es la misma noticia que sigue cambiando la vida de tantas personas todavía hoy, en nuestros días, dos mil años después.
Los protagonistas de la primera evangelización de la Historia fueron los apóstoles y los discípulos más cercanos al Señor, pero también hombres y mujeres, judíos y paganos, que habían nacido de la primera predicación y que formaron las comunidades de la Iglesia. ¿Quiénes fueron los protagonistas de la primera evangelización? Don Andrés Martínez Esteban, profesor de Historia de la Iglesia, en la Universidad San Dámaso, de Madrid, destaca que «todos fueron determinantes, aunque cada uno respondiendo a su misión y carisma dentro de la Iglesia». En cualquier caso, en los primeros años y siglos del cristianismo, «había una conciencia clara de que todo aquel que se incorporaba a la Iglesia mediante el Bautismo era, al mismo tiempo, evangelizador. La predicación, o evangelización, del Reino no pertenece sólo a los apóstoles, sino a todos los bautizados. Quien se ha convertido al cristianismo necesita anunciar a otros este hecho. Se produce una comunicación entre las personas más cercanas: familia, amigos, conocidos. Aquí es importante indicar que fue entre las clases sociales más populares como el cristianismo se propagó con mayor rapidez». Y esto fue así porque, «ya en los comienzos del cristianismo, había familias enteras que se convertían a la nueva religión, lo que indica que la familia tuvo gran importancia en este proceso evangelizador».
En el crisol de la persecución
El método empleado por los apóstoles y los primeros discípulos fue, en palabras de san Pablo, la necedad de la predicación: sencillamente, hablar de lo que uno ha visto y experimentado. Don Andrés identifica asimismo tres modalidades en el modo de transmisión de la fe: en primer lugar, la acción individual, a través de «un diálogo y una defensa dialéctica de la fe: la discusión o la polémica en torno a problemas filosóficos o religiosos que, con frecuencia, derivaban en la explicación de la fe cristiana, y que dieron lugar a un tipo de literatura cristiana llamada apologética». En segundo lugar, las escuelas cristianas como lugar de evangelización y conversión, facilitando «un camino intelectual para la correcta comprensión y aceptación del cristianismo». En tercer lugar, «uno de los mejores testimonios sobre la evangelización en los primeros siglos lo tenemos en los mártires y los confesores. En los primeros siglos del cristianismo, la evangelización estaba unida a la persecución, al destierro y a los traslados forzosos a causa de la fe; y, evidentemente, a la gran multitud de cristianos, hombres, mujeres y niños que dieron testimonio de su fe con el derramamiento de la sangre. El historiador Eusebio de Cesarea, al hablar de los primeros años del cristianismo, escribe: Muchos de los discípulos primeramente cumplían el mandato salvador repartiendo entre los indigentes sus bienes, y luego emprendían viaje y realizaban obra de evangelistas, empeñando su honor en predicar a los que todavía no habían oído la palabra de la fe y en trasmitir por escrito los divinos evangelios», concluye don Andrés Martínez Esteban. Desde entonces, esta primera e ingente labor de evangelización ha sido el modelo para las diferentes oleadas misioneras que ha conocido la Historia posteriormente.
Monjes en tierra de misión
Varios siglos más tarde, tras la paz de Constantino y la posterior caída de Roma, la situación era distinta: el cristianismo ya se había extendido por todo el mundo conocido, pero se presentaban nuevos desafíos: el Imperio había caído por la presión de los pueblos del Norte, a quienes también había que anunciar el Evangelio… El sacerdote don Alberto Royo Mejía, experto en Historia de la Iglesia, señala que «dos mundos, aparentemente irreconciliables, se ven obligados a convivir: el romano, superior por su cultura y por su organización, pero militarmente vencido; y el bárbaro, primitivo, culturalmente inferior, pero vencedor y pletórico de juventud. La fusión de ambos pueblos dará lugar a una nueva realidad: Europa; y el elemento aglutinador y configurador será la Iglesia romana». Para ello, la Iglesia contará con el monacato benedictino como «fuerza de choque» para la evangelización y, finalmente, como «un instrumento decisivo en la configuración religiosa, cultural, y hasta política y económica, de la Europa medieval».
Si en los primeros siglos, la transmisión de la fe fue casi por contagio, por el boca a boca en los ambientes cotidianos, en la familia y en el trabajo, ahora se comenzará a evangelizar «a gran escala y sin obstáculos insalvables: obispos y misioneros, en su mayoría monjes, protagonizarán esta expansión misionera en Europa, aunque no faltarán laicos y laicas que fueron fundamentales en la expansión del Evangelio», señala don Alberto.
La táctica evangelizadora empleada en aquellos años sigue la estela de san Benito: una vez que los misioneros habían penetrado en una nueva región, fundaban monasterios de monjes y de monjas que se convertían en avanzadillas cristianas en medio de un campo pagano, y que luego quedaban como plataformas de apoyo para una evangelización más profunda. «Esta táctica misionera la inicia el Papa san Gregorio Magno, benedictino –afirma don Alberto Royo Mejía–, que en el año 596 envía cuarenta monjes de su monasterio, capitaneados por el también benedictino san Agustín de Canterbury, a Inglaterra. Van con la misión de predicar el Evangelio, pero con una novedad: son una comunidad monástica que va a establecerse en una tierra de misión. Seguirán siendo monjes y como monjes irradiarán el Evangelio. Sólo algunos recibirán el encargo de actuar fuera del monasterio. Es impresionante el fuego apostólico que ardía en los monjes de los primeros siglos medievales, fuego nacido en la soledad del claustro y que no apagaba el amor a su vocación monástica. De ahí el dicho: En el monasterio, monjes; fuera, apóstoles».
Hasta el martirio, si es necesario
Así, por ejemplo, tras la evangelización de Irlanda, impulsada por san Patricio, los monjes irlandeses evangelizarán Escocia y crearán numerosos monasterios, desde los que se evangelizará posteriormente Inglaterra y la parte central de Europa: Francia, Baviera, Austria y Suiza. En los pueblos eslavos trabajaron Cirilo y Metodio; en Alemania, se desgastó por la evangelización san Bonifacio; san Wilfrido llegó a ser el primer arzobispo de York; san Pirminio, apóstol de Alsacia, Suiza y Baviera; san Óscar, apóstol de Escandinavia; san Adalberto, apóstol de Hungría, Polonia y Prusia… Al final, a mediados del siglo VII, la fe cristiana se había recuperado en todo el antiguo territorio imperial.
«El amor a Cristo los llevaba a pensar en sus contemporáneos que desconocían a Cristo. Los jóvenes que ingresaban en las escuelas monásticas, si estudiaban la retórica era para poder explicar el Evangelio; y si investigaban las Sagradas Escrituras, era para transmitirlas a sus hermanos; y si se ejercitaban en los rigores de la Regla benedictina, era para templar el espíritu para prepararse a las rudas tareas del apostolado y al martirio si llegase la ocasión», destaca don Alberto Royo.
Para recuperar la confianza
Hasta bastantes siglos más tarde, no se comenzará a gestar una nueva oleada evangelizadora. Será en Europa, donde se había extendido la confusión y un cierto cansancio de la fe, tal como ha diagnosticado el Romano Pontífice emérito Benedicto XVI para nuestro tiempo. A comienzos del siglo XV, la Iglesia estaba viviendo una situación difícil, porque hasta tres Papas se disputaban la autoridad pontificia. El Concilio de Constanza, en 1415, puso fin a esta situación, pero a lo largo de Europa la fe estaba tan debilitada en clero y pueblo de Dios, que se hacía prácticamente inevitable el nacimiento de desviaciones doctrinales graves: «Cuando la predicación del Evangelio es pobre y no coincide con la vida del predicador, cuando se extiende por toda Europa el desconocimiento de los contenidos de la fe, cuando hay por todas partes una bajada de la tensión espiritual…, en ese momento surgen con fuerza las herejías. Eso es lo que ocurrió, y fue origen de lo que luego desembocó en Lutero», constata el sacerdote don José Carlos Martín de la Hoz, autor de Historia de la confianza en la Iglesia (ed. Rialp), que explica: «Lutero empieza queriendo reformar la Iglesia…, y acaba reformando la fe; y lo hizo rompiendo con las mediaciones: los santos, la Virgen, los sacramentos, la lucha espiritual de la voluntad, el magisterio y la tradición de la Iglesia…» Todo ello indicaba que el pueblo cristiano «necesitaba una evangelización más honda. Era necesaria una reforma de la Iglesia, volver al amor de Dios, con más santidad y formación del clero y del pueblo».
La respuesta católica al desafío de Lutero llegará de España, y se consolidará años más tarde en el Concilio de Trento. «La conjunción de los Reyes Católicos con el cardenal Cisneros, franciscano, puso en marcha una reforma de la santidad personal de vida; luego, llegó una reforma de las Órdenes religiosas muy a fondo; seguidamente, hubo una reforma del clero secular y de los obispos, promoviendo algo que luego recogió el Concilio de Trento: que el obispo resida en su diócesis; san Juan de Ávila promovió una formación sacerdotal que luego cristalizaría en lo que hoy conocemos como los seminarios; y más tarde vino la reforma de la teología, gracias a la Universidad de Alcalá, que pone en marcha el cardenal Cisneros, y a la Universidad de Salamanca, en la que los dominicos vuelven la mirada hacia santo Tomás de Aquino, leído directamente, y hacia la tradición de la Iglesia. Todos estos elementos, al final, producen una reforma de la propia espiritualidad, y de ahí vienen una serie de santos que conforman el Siglo de Oro de la mística castellana: todos ellos son el resultado de las reformas anteriores».
Este laboratorio de vida cristiana en España, en los siglos XV y principios del XVI, fue el campo de pruebas sobre el que se construyó el Concilio de Trento, que es la aportación de la reforma católica iniciada en España. Al final, toda esta labor renovadora acaba calando en la fe del pueblo de Dios, que se beneficiará asimismo del primer catecismo universal, el de san Pío V, que «unifica los contenidos de la fe y permite a todos los sacerdotes preparar bien sus homilías; y todos ellos van a celebrar la Misa con el Misal de san Pío V, que tiene un ciclo muy completo de lecturas bíblicas», añade don José Carlos Martín de la Hoz.
Se trata, en definitiva, de una reforma que tiene como objetivo la reevangelización de Europa, que va a durar muchos siglos y que va a servir de base a la evangelización de América, y luego de África, Asia, China, Japón…
Creatividad y Catecismo
Es una Iglesia renovada en sus modos de transmisión de la fe la que se lanza a la aventura de evangelizar América, el paradigma de toda la aventura misionera que después se desarrollaría en África y Asia. «La evangelización de América es una labor de los misioneros españoles y portugueses, principalmente, apoyados por sus respectivos reyes. Las primeras Órdenes religiosas en llegar fueron los franciscanos y los dominicos, a las que progresivamente se fueron incorporando otras, entre las que posteriormente destacará la Compañía de Jesús», explica don Nicolás Álvarez de las Asturias, profesor de Historia del Derecho Canónico, en la Universidad San Dámaso.
El modo de hacer llegar a los habitantes del continente americano la Buena Noticia de Cristo variaba «conforme los misioneros fueron conociendo las peculiaridades de los pueblos de América. En un primer momento, apoyaron la implantación de un sistema social similar al europeo, la encomienda, pensando que de este modo se favorecería tanto la promoción cultural como la evangelización. Sin embargo, enseguida se dieron cuenta de que este sistema producía daños a la población autóctona y se convirtieron en sus principales detractores», señala don Nicolás. Más tarde, se empleó el sistema de reducciones, «obra principalmente de los jesuitas en Sudamérica, un ejemplo de la enorme creatividad de unos misioneros que buscaron no separar la evangelización de la defensa de la dignidad de los pobladores de América».
Muestra de esta creatividad en los métodos fueron «los muchos catecismos, pictóricos o en las lenguas indígenas, con los que los misioneros se acomodaron a las circunstancias de la población nativa»; o el «empeño de dar una instrucción religiosa seria antes del Bautismo de adultos, siguiendo el parecer de los teólogos salamantinos y evitando caer en los bautismos de masas», afirma don Nicolás.
En el Año de la fe
Toda la evangelización de América tuvo como fin la conquista de la persona para Cristo, tal como se hizo en la evangelización de los siglos anteriores, tal como se realizó después en África y Asia, y tal como se quiere realizar en la nueva evangelización del siglo XXI. Pero la misión de la Iglesia va más allá, como afirma Benedicto XVI en Jesús de Nazaret: «La urgencia de la evangelización no está motivada tanto por la cuestión sobre la necesidad de conocer el Evangelio para la salvación individual de cada persona, cuanto más bien por esta gran concepción de la Historia: para que el mundo alcance su meta, el Evangelio tiene que llegar a todos los pueblos. En algunos períodos de la Historia, la percepción de esta urgencia se ha debilitado mucho, pero siempre se ha vuelto a reavivar después, suscitando un nuevo dinamismo en la evangelización». Es este dinamismo el que precisa la Iglesia en la nueva evangelización a la que nos llama la Iglesia en este Año de la fe. Basta echar la vista atrás para tomar impulso.
«Las circunstancias han cambiado mucho y las diferencias son grandes», señala don Andrés Martínez Esteban, al comparar la labor misionera de los primeros siglos con la llamada a la nueva evangelización en que está empeñada la Iglesia; pero explica que, «igual que entonces se produjo la decadencia de la cultura griega y romana, ahora estamos asistiendo a un nuevo cambio de época, a una nueva crisis de la cultura europea que, igual que en los orígenes del cristianismo, tiene las mismas características: decadencia moral, pensamiento débil y falta de creatividad cultural». Por ello, «ahora como antes, el cristianismo está llamado a purificar las culturas y establecer criterios de moralidad; y, lo que creo es más importante, es imprescindible el testimonio de los cristianos, porque fue precisamente esto lo que propició la propagación del cristianismo».
Para don Alberto Royo Mejía, de la época de los primeros monjes evangelizadores se puede aprender «el amor apasionado a Jesucristo, que iluminó radicalmente el mundo en que vivían», y «la capacidad de adaptarse de modo muy intrépido, sin miedos, a las diferentes culturas, mentalidades, costumbres y circunstancias de cada lugar, con el objetivo claro de no someterse a ellas, sino transformarlas con el poder vivificador del Evangelio».
Si la nueva evangelización ha de ser nueva en sus métodos, como pedía Juan Pablo II, «la evangelización de América es uno de los períodos más creativos en todas las manifestaciones de la vida de la Iglesia», explica don Nicolás Álvarez de las Asturias; siempre, con la convicción de que «el Evangelio, cuando se recibe en su integridad, purifica tanto a las personas cuanto a las sociedades y culturas».
En la nueva evangelización, hay una institución clave: la familia, hasta el punto de que don José Carlos Martín de la Hoz señala que «se puede decir que «evangelización es familia. La mujer y la madre, por ejemplo, es insustituible en la evangelización. Las primeras familias cristianas nacen así, cuando las mujeres cristianas convierten a sus maridos, ayudándoles a conocer la fe y facilitar su Bautismo. Asimismo, en Japón, en el siglo XVII, cuando se prohibió el cristianismo y se asesinó o se expulsó a los sacerdotes, los cristianos ocultos mantuvieron la fe en el seno de las familias hasta que volvieron los misioneros, tres siglos más tarde. Lo mismo ha pasado después en Inglaterra, Suecia, Finlandia, cuando se persiguió la fe católica debido al avance protestante; o en la época comunista en todos los países europeos bajo el comunismo: se mantuvo la fe gracias a la familia».